Semana de acuerdos, esta que hemos dejado atrás. Unos trascendentales, otros menores. Decisivo el que entró en vigor ayer lunes 29 de agosto, instante en que Timoschenko ordenó a todas las unidades a su mando que cesaran las armas en todo el territorio colombiano. Menor, el que firmó Rajoy con Rivera. El primero cambiará la historia de Colombia, atravesada por la violencia política desde que asesinaron a Gaitán en 1948. El segundo no llevará a Rajoy al gobierno, pero no deja de ser un asunto interesante para la democracia española. Uno constituye un ejemplo de justicia transicional y refuerza la unidad nacional colombiana. El otro es un síntoma de las fracturas que resquebrajan el cuerpo de la ciudadanía española y las escasas posibilidades evolutivas que encierra. Uno es índice de que Colombia quiere presentarse ante la cita del futuro como un gran país de América. El otro es testimonio de lo tímida que es la imaginación española para forjar un futuro.

El acuerdo del Presidente Santos con las FARC es una lección para España. Las FARC tienen a sus espaldas crímenes incomparables a los que entre nosotros generó la actividad de ETA, de la misma manera que incomparables son las tragedias que produjeron las Autodefensas Unidas de Colombia, las fuerzas paramilitares, en relación con los crímenes del GAL y el Batallón vasco-español. Sin embargo, tras cuatro años de negociaciones, se ha podido llegar a un acuerdo en el que el Estado ha mostrado la generosidad propia de quien considera más valioso el futuro en paz que vengar el pasado violento. Lo que ha permitido esta generosidad ha sido un concepto adecuado de la justicia, que equilibra la atención a las víctimas con la promoción de un futuro en paz. Se trata de una justicia que no tiene como elemento fundamental la dimensión penal, lo que los clásicos llamaban justicia conmutativa, la forma más arcaica de la justicia, que en su sentido último es una variación del ojo por ojo.

Estos conceptos más refinados de la justicia prefieren insistir en la fuerza restaurativa de la convivencia que en la compensación de las víctimas particulares. Pero no por ello permite la impunidad. El victimario no deja de ser victimario porque no sea castigado con dureza. Desde luego que esto solo tiene sentido en procesos de justicia transicional, cuando se trata de acabar con prolongados conflictos históricos. El de las FARC, como el de ETA, lo es. Lo peculiar de estos procesos es que implican considerar que muchos de los actores criminales deberán integrarse entre los ciudadanos normales en un futuro cercano, e incluso que algunos de ellos tendrán una representación pública en esa sociedad. Un proceso semejante resultaría escandaloso entre nosotros. Mientras que el Estado colombiano reconoce que en su origen ha habido una razón política para las FARC, dadas las injusticias profundas del sistema político y social colombiano, aquí nunca se ha reconocido que ETA pudiera responder, en su origen, a actuaciones injustas del Estado español. De ahí que, en esa misma medida en que se reconoce esa dimensión política del conflicto, los acuerdos firmados conceden representación pública de un mínimo de senadores y parlamentarios a las FARC, que llegan hasta el equivalente del 3% del electorado.

Pero como contrapartida, las FARC se muestran dispuestas a reconocer todos sus crímenes y permiten que se juzguen, por mucho que las penas que se prevean sean matizadas. Se supone que esas penas implican un grado muy elevado de perdón social, pero a cambio de ello se alcanza una confesión de los crímenes, se ayuda a la investigación de los mismos, y a un conocimiento público de ellos. Estas decisiones son internas a la actitud firme de no recurrir de nuevo a la violencia. Ninguna de esas opciones morales ha sido interiorizada por ETA, lo que permite decir que, en el fondo de su actitud, no hay una ruptura radical con la violencia, en tanto camino tan profundamente equivocado que no se debe transitar «nunca más». Lo que testimonia que la estrechez de miras moral del grupo de ETA es tan poderosa como la de los que reclaman una justicia penal sin perdón social como único modo de tratamiento del problema.

Un joven politólogo colombiano, Alejandro Cortés, se hacía eco días atrás del concepto de tonto racional que Amartia Sen definió hace años y que hacia equivalente al de un disminuido mental desde el punto de vista social. El tonto racional es incapaz de informarse en profundidad sobre alguna razón, punto de vista, interés, o argumento que venga de otra perspectiva, aunque sea muy importante para la propia toma de decisiones. Podríamos llamarlo autista moral y es una catástrofe social porque hace de la sociedad una cuadrilla de muflones dispuestos a darse topetazos hasta la rendición de alguno de ellos. El referéndum colombiano del próximo mes de octubre, sus formas de debatir y de plantear las dos opciones, será la ocasión para comprobar que el pueblo de Colombia ha dejado atrás la figura del tonto racional. Que Uribe arrecie en su campaña contra las FARC, cuando se logró acuerdos comparables con las fuerzas paramilitares, tan cercanas a él, puede ser el espejo autista en el que la mayoría de Colombia no deba mirarse. Sólo eso podrá evitar lo que ha pasado en España, que la paz de las armas no abrió el camino hacia la paz social. Para eso, nada mejor que el debate esté dominado por los que median entre los que están incondicionalmente a favor del acuerdo y los que están incondicionalmente en contra. Sólo ellos estarán en condiciones de no ser tontos racionales, y de influir en las actuaciones que los acuerdos de paz abren (formaciones de las comisiones de la verdad y la no repetición, y los tribunales de la paz), que deberán elegir a personas que hayan mostrado la capacidad de hacerse cargo de argumentos complejos de las partes.

Como decía días atrás el decano de la EAFIT, el profesor Jorge Giraldo, miembro de las comisiones de la Habana, este acuerdo es el décimo que en 50 años logra el Estado con las fuerzas que cuestionaron su monopolio de la violencia legítima. Otras fuerzas quedarán en la insurgencia, y no es seguro que en todos los frentes identificados de las FARC se produzca la desmovilización. Pero como dice Giraldo, este conflicto afecta al 70% de la violencia colombiana, lo que permitirá recabar recursos para intensificar la acción del Estado en las tierras dominadas por las otras violencias. Amplias zonas del país, desde el norte Antioqueño al sur de Meta, el oriente caucano y el nariñense, quedarán incorporadas a la Colombia moderna, que así verá aumentada de forma considerable la cantidad de tierras de cultivo. El arraigo de las poblaciones campesinas, por lo demás, liberará a las ciudades de la presión insoportable de refugiados y emigrantes sin techo. La pacificación del campo permitirá a las ciudades tener el hinterland adecuado para un desarrollo integral. Un nuevo país emergerá de este acuerdo, que no hace imposible que un líder de las FARC pudiera ser, con el tiempo, presidente del Estado.

Justo por eso se trata de un acuerdo que promueve el bien universal público, por mucho que no sea satisfactorio para las expectativas de las víctimas tomadas de una en una. En realidad, todo dependerá de que las comisiones y los tribunales de la paz ofrezcan la mayor de las satisfacciones morales: el conocimiento de la verdad y la posibilidad del perdón. Pues sólo cuando se conoce realmente lo que se tiene que perdonar, se hace posible el perdón social.

¿Y qué decir del pequeño, insignificante acuerdo español? Bueno, tiene un sentido. Ciudadanos le quita la caspa al PP. Lo demás es un espectáculo de tontos racionales. Con un agravante: que además nos toman por tales a todos los demás.