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Niños que quieren ser princesas

La maravillosa Charlize Theron ha sido linchada en las redes por salir a pasear con su hijo Jackson, de 4 años, ataviado con un vestido de rayas y una gorra con la trenza de Elsa, la princesa de la película Frozen. Un presentador de televisión de la caverna norteamericana incluso se preguntó si es legal que una madre permita a su chico ir así por la calle, no le importó que la foto del menor fue tomada, publicada y sometida a juicio sumarísimo sin el permiso de nadie. Cuando la bola de nieve adquirió las proporciones de Siberia, el montaraz borró un exabrupto que hizo fortuna entre los practicantes del innoble arte de censurar a las madres por el motivo que sea. Antes que ella, la multipremiada Adele ya sufrió un escrutinio similar cuando llevó a su hijo Angelo, de tres años, a visitar Disneylandia ataviado como Anna, la otra princesa de Frozen. En su caso, la mayoría de comentarios elogiaban su capacidad de educar sin caer en los corsés de género, tal vez la cantante británica cae mejor que la actriz sudafricana. Anna es mi favorita de una película que he visto más veces de lo que puede soportar un cuerpo humano. Una cría valiente y decidida a la que acompaña un chaval majo pero con escasa capacidad de liderazgo y enamorado hasta las trancas, para culminar sus aventuras y salvar a su hermana. Elsa me gusta menos porque es atormentada y melodramática, pero entiendo que su pelazo y su magia encandilen a los niños. Frozen es una historia sin referentes masculinos notables, de modo que parece lógico que cualquier espectador minúsculo desee con ardor ser una de las figuras femeninas y vestirse como ellas, y no emular a segundones.

A los críos les encanta imitar a sus héroes incluso si son heroínas. No hubiera pasado nada si la hija de Charlize Theron hubiese salido a dar una vuelta vestida de Superman, pero al personal le entra el desasosiego si ve un chaval con faldas. Imagínate si por tu estúpida permisividad se hace homosexual, le han echado en cara a la estrella de cine. Una madre de la localidad norteamericana de Plymouth relató en internet que a su hijo de tres años le gusta llevar tutús brillantes porque «le hacen sentirse guapo y valiente», según describe él mismo. Un día en el parque un señor le afeó que vistiese así, y se dirigió al pequeño diciéndole que la suya era una «mala madre» que cometía «abuso de menores» y que no debería hacerle semejante daño, mientras le sacaba fotos. La mujer llamó a la policía, unos agentes que denunciaron al provocador y elogiaron la falda del nene que, pobrecito, tenía el susto en el cuerpo al ver a su progenitora abroncada y en peligro. La red se ha llenado de fotos de hombres con tutú deseosos de apoyar la libertad de juego y fantasía de los niños, que no vienen de fábrica cargados de prejuicios sexistas, sino que por desgracia los van adquiriendo en sociedad. Ni a todas las nenas les gustan las princesas, ni a todos los nenes les dejan de gustar. Hoy soy Elsa. Mañana puedo preferir ser Ryder de la Patrulla Canina. Pero la polémica de la asignación de sexo por contagio textil todavía puede devaluarse más. En Mallorca, un grupo ultraconservador ha puesto el grito en el cielo porque la recién aprobada ley que defiende la libertad de orientación sexual establece que los niños transgénero pueden usar el urinario que prefieran según se sientan niños o niñas. No es que se haya dado ningún caso, solo malmeten porque es verano. Me quedo pasmada. Hasta en mi cole de monjas los baños eran unisex, algunos sin puerta y entrábamos de cinco en cinco. Así hemos salido, que nos parece normal, incluso tierno, un chicarrón vestido de princesa.

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