Maldito verano: con mordiscos de calor se lleva para siempre a Clara, a Queco, a Carlos... Y también me tengo que despedir de Chamorro. «Chamorro» era un alias, un eco de combates. Pero se adueñó del nombre originario. Yo mismo me enteré de que Chamorro se llamaba de otra manera cuando hacía 6 ó 7 años que le conocía. Años de mantener larguísimas charlas a la salida de asambleas. Porque Chamorro era de hablar pausado, de léxico entreverado de muchos orígenes, con sentenciosidad intemporal. Era un hombre leído: un ejemplo de autodidacta, de un humanismo que, lamentablemente, ya no se lleva, tan enemigo de la especialización como de la pedantería. Chamorro fue uno de mis maestros -y tuve bastantes en aquel torbellino que dejó tras de sí la lucha comunista por la democracia-. Chamorro, sobre todo, para tantos y tantas, fue la imagen de la construcción de CC.OO. y, en general, del sindicalismo alicantino en la salida de la dictadura. Hoy es fácil no comprender, y hasta usar el sarcasmo contra esas «maquinarias sindicales», pero gracias a hombres y mujeres como Chamorro, muchos Derechos Fundamentales se abrieron paso, para toda la ciudadanía y, en especial, para los que menos tenían, para los que difícilmente podían acceder a un oído amigo y a una voz que se alzara de su parte. Pese a unos herederos del tardofranquismo que se limitaron a refugiarse en los pliegues menos relumbrantes de la Transición y otros iluminados que ahora dicen que la Transición no existió -como si la Transición no hubiera avanzado, sobre todo, a golpe de huelga y salto-, esta clase de personas permitieron que España -sea lo que sea- fuera un lugar mejor que el que recibieron, mucho mejor. Pese a todo.

Y en ese «pese a todo» también incluyo su capacidad de echarse a las espaldas el sacrificio de algunos sueños, de convertir el horizonte ingrávido de las doctrinas en un país real. Chamorro era pragmático y en su cabeza, es decir, en su experiencia, se atesoraban las empresas, los rostros, los combates largos o puntuales. No había prisa en su gestualidad, pero sabía cómo abordar un problema en lugar de bordearlo en nombre de utopías que, casi siempre, eran agua entre los dedos. Demos gracias al pragmatismo de Chamorro y de otros como él: cantémosle con frases secas, pues no precisa de versos. Por más que también él supiera apreciar la luz de la poesía o la embriaguez de las luchas infinitas, para los altos caminos del socialismo. Nada es incompatible si la contradicción no se desvía a la mística y se resuelve en la lucha. Algo parecido dijo Karl Marx en las «Tesis sobre Feuerbach».

Chamorro encontró en el sindicalismo una dotación de sentido para su vida: una lección de militancia, abierta, de la que fue desapareciendo el sectarismo y los contornos rígidos. En buena medida su recorrido recoge y acoge las ambigüedades y los antagonismos del sindicalismo de clase de una época: el final del sindicato como correa de transmisión y esa «otra cosa» que era un sindicalismo no-partidario pero comprometido con marco ideológico flexible pero perdurable. Nunca fue un problema de fácil solución y está por hacer una historia de esto, que escape tanto de los lugares comunes como del panegírico. Y esa realidad dura y descarnada encierra una buena parte de los conflictos de clase pero, también, de las dificultades para construir el Estado del bienestar. He aprendido mucho sobre estas cuestiones en conversaciones informales con Antonio Gutiérrez. Pero también con muchos otros -Ramiro Muñoz me aclaró muchas cosas- que nunca perdieron contacto y olfato, incluso si su devenir biográfico los situó en despachos orgánicos. En cierta ocasión le conté a Chamorro, muy ufano, que iba en las listas de CC.OO. en las elecciones sindicales de la UA y que ya me sentía sindicalista. Él, entre serio y mordaz, me dijo que no, que yo no era sindicalista, que era, sólo, un afiliado. Y tenía razón, toda la razón. Nunca he tenido aptitudes para el trabajo sindical: mi forma de vivir la política ha sido otra. El sindicalista, como Chamorro, aprecia el significado de las pequeñas cosas, de la complejidad de la relación incierta entre el conflicto y el pacto, el regocijo de una cultura heredada de décadas aunque hoy esté en franco declive. (Por cierto: se puede vivir el sindicalismo como una forma de política; pero ay del que intente vivir la política como una forma de sindicalismo). Tenía razón conmigo Chamorro.

Casi siempre la tenía: había que escuchar sus análisis. La última vez que hablé largo rato con él fue hace bastantes meses: coincidimos en un tren volviendo de Valencia, adonde iba por labores sindicales. No recuerdo el contenido exacto de la conversación, sí su tema: política y sindicalismo. Claro. Así que en la mañana del día de su despedida, cuando he saludado a los compañeros y compañeras, el homenaje ha sido inmediato: nos hemos puesto a hablar de política. ¡Ay, qué droga, Chamorro?! Así que te has ido a una República desconocida. Sea. Pero estoy seguro de que el 1º de mayo me parecerá verte repartiendo pegatinas, echando cálculo de manifestantes. Entre banderas rojas. Irá por ti la Internacional.