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Infidelidades

Por lo general, los periodistas no tenemos ni puta idea de fútbol, pero de infidelidades sí sabemos bastante.

Dos veces se me rompió el corazón la pasada semana. Twitter es un pozo sin fondo. Aleix escribió a Munir a principios de agosto: «Me voy a pillar tu camiseta», y se la compró, del Barça, se entiende, con el nombre y el número del futbolista. El martes, sin embargo, el paisaje había cambiado: «105 pavos a tomar culo, es que hay que ser tonto, macho, me hago del Valencia». El mismo día y a la misma hora, Laura no se quedaba atrás. «¿Me devuelves el dinero de mis camisetas con tu nombre, pedazo gilipollas?», inquiría al ya exvalencianista Paquito Alcácer. «A ver qué hago ahora con el tatuaje con su nombre. Puto subnormal», remataba al viento, alejándose de la poesía más básica, pero haciendo entendible su mensaje.

Las historias de Aleix y Laura, como fuere, son dos historias tristes, pero también aleccionadoras. Aleix y Laura tienen pinta de atravesar esa franja de edad en la que no se aceptan consejos de mayores. Lo normal es aprender a base de hostias y en esa materia el fútbol no admite rival. Dudo que Aleix se compre la camiseta azulgrana de Alcácer. Dudo que vuelva a estampar un nombre ajeno en la espalda. Quiero pensar que Aleix se comprará otra camiseta de su equipo, pese a la amenaza de hacerse del Valencia, y como mucho se pondrá su número de la suerte, o su nombre, si no se cae mal del todo, si se fía algo de sí mismo, que ya es fiarse demasiado. Laura, por su parte, no se tatuará más nombres que el de su madre, como los marineros tabernarios. Con los futbolistas pasa igual que con los amantes. Cuando menos te lo esperas, se fugan a otra parte.

Habrá quien diga ahora, saldrá el pureta de turno: esto antes no pasaba. Y es verdad, antes no había dorsales fijos. Pero, qué sé yo, por cada futbolista que renunciara al dinero y a la gloria por quedarse en casa, se me ocurren cuatro o cinco que hicieron lo contrario. Y no es tanto, entonces, reprochar al que se va, sino agradecer al que se queda. No es tanto el odio sino la memoria.

Pero no es cuestión de épocas, insisto. Yo escribo desde un pueblo del norte, y hace unos años me tocó participar en el homenaje colectivo del gran capitán. Nos citamos en la previa frente a frente, compartiendo mesa, y fueron cayendo las horas. Él tenía ganas de hablar y yo tenía aún más ganas de escuchar. Cuando le pregunté por qué se quedó tanto tiempo, en una ciudad ajena a la de su nacimiento, por qué aguantó desde Tercera a Primera, fue un gigante sincero. El gran capitán se quedó porque le engañaron a la hora de firmar su primer contrato, y se convirtió en futbolista-esclavo; y alargó su estancia después porque la fama le llegó demasiado viejo.

Romanticismos, pues, los justos.

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