A cabamos de asistir a un espectáculo en el que nuestros representantes (bien ajenos todos a los consejos que Azorín diera a todo político) han desplegado todas sus capacidades menos edificantes para la ciudadanía y me temo que para las jóvenes generaciones que dudo se puedan sentir atraídas a la actividad política si no es por concretos y preconcebidos intereses. Supongo que sociólogos, politólogos, periodistas y tertulianos extraerán sus propias conclusiones sobre las eventuales lecturas de un electorado que asiste atónito a una representación que amenaza con ser inacabable; y no faltarán lecturas para todos los gustos. No es esa, con ser tal vez la más grave por sus consecuencias sociales, la lectura que a mí me preocupa ahora.

Lo que me preocupa es la lectura constitucional del simple resultado «matemático» obtenido el viernes por el candidato a ser investido presidente del Gobierno. Por las dudas que me suscita en mi empeño de comprenderlo bajo la perspectiva constitucional y por las dificultades que creo tendrá todo profesor de Derecho Constitucional para explicar a partir de ahora tantos de los acontecimientos parlamentarios que hemos podido contemplar en lo que va de año.

Solo un ejemplo: en el curso académico que concluye en estos días hemos tenido sobradas ocasiones de presentar la institución de la Presidencia del Congreso como el paradigma más opuesto a la presidencia neutral representada por el Speaker de los Comunes. La concesión de un mes al entonces candidato propuesto por el jefe del Estado no parecía lo más respetuoso con la norma reglamentaria de la Cámara de aplicación directa al caso (art. 170 RCD); pero las segundas elecciones con el cambio de Presidencia nos han dejado perplejos (y no sé si ya incluso sin ejemplo para el alumnado) porque lo que a todas luces era un exceso de licencia de la máxima institución parlamentaria parece haber «mutado» imponiéndose a la norma que ahora ya no debería decir que «el Presidente de la Cámara convocará el Pleno» sino «el Presidente de la Cámara proporcionará al candidato el tiempo que ambos tengan a bien»... Como si las consultas y la convicción de que hay un candidato con más posibilidades que otros para obtener la confianza no correspondieran a la Jefatura del Estado y ahora se estuviera ensayando un procedimiento paralelo que, desde luego, no está previsto en la norma fundamental€ Pero no es esta la única extravagancia del políticamente malhadado 2016.

Muchas desde luego son las novedades y como ahora se dice «puestas en escena» que este año nos ha brindado el Congreso de los Diputados. Pero la última no puede pasarse por alto y ha de hacerse de inmediato una lectura constitucional (por sencilla que sea) antes que el aluvión de consideraciones, reproches, críticas cruzadas y búsqueda de culpables soterren el texto constitucional de aplicación al caso y, como en el ejemplo aludido, acabe por ignorarse.

El art. 99.3 de la Constitución acude a un procedimiento muy extendido que podríamos denominar para entendernos de doble vuelta. Y es claro que la mayoría (absoluta) exigida en la primera vuelta (en una interpretación sistemática de la Constitución y en especial del procedimiento legislativo en ella regulado) lo que proporciona al candidato sería «la solución ideal», la que nos proporciona a los españoles un candidato dotado de la mayoría que no solo le va a permitir gobernar sino hacerlo con comodidad (y en función de su personal talante, con «rodillo» si lo desea); un gobierno que podríamos considerar «al modo anglosajón» (en el caso de EEUU por presidencialista y en el del Reino Unido por elección mayoritaria mas bipartidismo). Eso es lo que hemos vivido hasta ahora cualquiera que haya sido el protagonista del gobierno «cómodo» (PSOE o PP). Pero ello no tiene por qué ser así en nuestro sistema proporcional que, por vez primera, parecía tras las elecciones que se hallaba en condiciones «fácticas» de empezar a aplicarse.

Pues, en efecto, el mismo precepto contenido en el art. 99.3 nos proporciona una segunda solución tan válida como la anterior y que, dicho sea de paso, es más democrática en términos de sistema parlamentario y en un sistema que es proporcional. Es la solución que hubiera sido «normal» antes de la reacción constitucional que se produjo en la Europa (la constitucional) de la primera mitad del XX que, saliendo al paso de los excesos del parlamentarismo, trató de racionalizarlos para garantizar un mínimo de gobernabilidad. Sigue siendo la solución en democracias de mayor solera.

Se trata en esta «segunda vuelta» de que se aplique el principio democrático representado por la regla de la mayoría: «€la confianza se entenderá otorgada si obtuviese la mayoría simple», reza el texto constitucional para el supuesto de una segunda votación transcurridas las 48 horas de la primera en que no se obtuvo la mayoría «reforzada» (que no necesariamente, a la hora de gobernar es la más democrática, aunque si la más cómoda y eficaz en términos de gobernabilidad).

El viernes, el candidato obtuvo una holgada mayoría simple, creo que nadie lo duda, y por consiguiente, habría cumplido con la condición del mandato constitucional si hubiéramos estado en un debate de investidura en el que todo el procedimiento y su significación constitucional tiene un único objeto: otorgar la confianza a quien el jefe del Estado, oídas todas las fuerzas parlamentarias y lógicamente en atención a los resultados electorales, ha considerado capaz de obtenerla. Mi querida colega Yolanda Gómez recordaba hace unos días en El Pais la significación constitucional de la abstención que, vista desde la filosofía que impregna el art. 99, seguramente cualquiera de los parlamentarios actuales (sin tener que ceñirse a los del PSOE, pero también sin excluirlos) hubiera podido no solo entender sino aceptar aunque solo fuera por poder comenzar cada uno de ellos a aplicar sus proyectos (que hemos de creer que los tienen).

La confianza (que como nuestros alumnos saben es el cordón umbilical que mantendrá al Gobierno hasta que se corte) es el núcleo esencial de todo sistema parlamentario; con ella comienza la actividad gubernamental (pero también la de la oposición y la de todos y cada uno de los grupos parlamentarios que supongo muy deseosos de comenzar a explicar al electorado por qué y para qué están en la Cámara€) y con ella muere en forma tan tajante que cuando se logra una votación mayoritaria en la moción de censura el cambio de candidato es automático sin intervención alguna del Jefe del Estado que simplemente está obligado a nombrarlo (art. 114.2 de la Constitución). No es baladí la diferencia desde la perspectiva de las funciones del jefe del Estado. Bien podríamos entender que su presencia en el art. 99 es tan relevante como insustituible por ninguna institución, por más que todos nuestros políticos parecen empeñados en «echarle una mano».

Pues bien, todo el art. 99 no tiene otro objeto que escenificar el otorgamiento de tal confianza y desde esta finalidad ha de entenderse y aplicarse, todo él. La repetición de elecciones a que se refiere el último de sus párrafos no es sino la constatación de la imposibilidad de obtenerla en la concreta composición parlamentaria de que se trate. Y en la composición actual me cuesta creer que haya 180 parlamentarios dispuestos a seguir unidos por más tiempo que el necesario para pronunciar un no.

Pero lo repetiré una vez más: lo democrático no reside en la obligada obtención de la mayoría cómoda, por reforzada. Cuestión distinta es que nuestro sistema electoral (en la fase de «rodaje» de las primeras décadas del régimen democrático) haya proporcionado unos resultados cómodos a los que en ocasiones se ha llegado en forma más o menos espúrea que ahora parece haberse olvidado en las quejas (que bien podrían ser «mea culpa») a los recientes embites nacionalistas.

También lo he dicho al principio y lo repito, no entraré en lo vergonzoso de las expresiones de nuestros políticos que, para su vergüenza histórica, se conservarán en los Diarios de Sesiones por mor del principio de publicidad parlamentaria. Pero sí en su (a mi juicio) errada concepción de la significación política y constitucional de los preceptos constitucionales en juego: El viernes nadie acudió al Parlamento para otorgar la confianza a un Gobierno que todos juzgan de necesario y ya inaplazable. Se celebró una «sesión» de censura (y no digo moción porque ni era el momento ni había Gobierno a quien censurar). Pero la censura tampoco se atuvo a los términos constitucionales; no ya por que según acabo decir no hay gobierno a quien censurar, sino porque nuestra Constitución, siguiendo la corriente racionalizadora del parlamentarismo antes aludida, exige su carácter constructivo (una candidatura alternativa) y la del viernes carecía de alternativa. Estábamos aun en el procedimiento del art. 99 en el que, según he dicho el papel del jefe del Estado es insustituible, no estábamos en el estrictamente parlamentario de los arts. 113 y 114 aunque artificial e irresponsablemente se escenificara así.

Puede que haya quien crea que cabe ahora la «completación» de tan «aconstitucional» procedimiento € y que, de nuevo, se siga desvirtuando la función de la Jefatura del Estado con interposición de actores (no sé si de primera o segunda pero en todo caso de un sistema que no es el nuestro constitucional) en la trayectoria del art. 99. Recuerdo que en los primeros años de la Constitución se hipotizó sobre las posibilidades políticas con que se podría desvirtuar el precepto por la propia Corona€ tal era la desconfianza en la institución «no democrática» y la fe en las fuerzas democráticas. Los supuestos de laboratorio también pueden errar totalmente€ incluso parece que en este caso se yerra por la mayor y lo democrático no parece ubicarse donde más se cacarea.

En cualquier caso, lo del viernes quedará en los anales del parlamentarismo como paradigma de totalidad en la suma de incoherencias: una confianza denegada pese a cumplir (materialmente) los requisitos constitucionales, un forzamiento «formalista» del precepto al que se despoja de significación y sentido creando una mayoría absoluta «ad hoc» (si goza de mayor recorrido, lo desconozco), una censura impertinente por improcedente y por carecer de candidato, una invocación de «justicia electoral proporcional» por quienes solo otorgan la confianza por y para mayoría absoluta, una perenne invocación del cambio en los modos de gobernar (supuestamente impuesto por el electorado) con tal apego a la práctica de mayorías absolutas ya asentada que estas se buscan en extraños maridajes al objeto de impedir el otorgamiento de una confianza con la que poder comenzar el «nuevo estilo de gobierno» por todos propugnado€

En definitiva, una demostrada voluntad de ignorar los mandatos constitucionales arrastrando si llega el caso el prestigio de las máximas instituciones y muy pocas ganas de comenzar el trabajo real, el de gobierno, pero también el de oposición, es decir, absoluta ausencia de ganas de ponerse a trabajar (o sea, a ganarse el pan como el resto de los españoles) y de ganárselo en el mas admirable de todos los trabajos, el de la política, el del «arte de hacer lo posible» (definición que, aun siendo de Cánovas, se utilizó a menudo por significados representantes de la izquierda en nuestra ejemplar transición). No reprocho al PSOE que no se abstenga, reprocho que no haya unos pocos parlamentarios, incluso los más distantes ideológicamente, con ganas de poner fin a las vacaciones, por no decir€ a la juerga.