L os síntomas de un nacionalismo creciente son cada vez más evidentes en la Unión Europea. En la mayoría de los Estados de la Unión han surgido partidos nacionalistas de sesgo ultraconservador, en Alemania, en el Reino Unido, en Francia, en Holanda, en Italia, en Hungría y en algunos otros Estados de reciente incorporación a la Unión. La crisis humanitaria de Oriente Medio, y de algunos Estados africanos fallidos, ha agudizado el nacionalismo xenófobo que ha utilizado como argumento principal la llegada a Europa de cientos de miles de sirios, afganos, iraquíes y un largo etcétera que, en su inmensa mayoría, profesan la religión musulmana.

Sorprendentemente -probablemente porque nuestros ciclos políticos no son coincidentes con los que tienen lugar en los países centrales de Europa- en España no han surgido partidos políticos nacionalistas de extrema derecha que postulen, entre otras cosas, la salida de la Unión Europea, o el cierre de nuestras fronteras a los que huyen aterrorizados por la guerra, la crueldad o, simplemente, el fracaso de los estados fallidos en los que han tenido la desgracia de nacer. Al contrario, la mayoría de movimientos ciudadanos que se dan en España se producen en la dirección de la solidaridad con los que buscan refugio en Europa, pese a que seguimos teniendo la mayor tasa de paro de la Unión, junto con Grecia.

Pero el resurgimiento del nacionalismo en Europa no es privativo de los partidos ultraconservadores. No nos referimos al nacionalismo independentista español, del que nos hemos ocupado en otras ocasiones; un nacionalismo que, como suele pasarnos con frecuencia, está desfasado, anclado en el siglo XIX. El nacionalismo del siglo XXI, el de los estados-nación existentes, es posible detectarlo entre otros en estados como el alemán, el francés, y desde luego en el británico-inglés, y ha sido fomentado por activa o por pasiva por partidos socialdemócratas, liberales o conservadores de los que gobiernan en Europa.

El nacionalismo europeo se está manifestando en forma de lluvia fina que producen los líderes de diferentes tendencias políticas. Desde el Tratado de Niza, en 2000, los síntomas de radicalización nacionalista se incrementaron y, sobre todo, se manifestaron de manera descarnada en las negociaciones de dicho tratado. Los que impulsaban el nacionalismo insolidario no eran líderes de partidos minoritarios, de extrema derecha o de extrema izquierda, sino representantes de partidos conservadores y socialdemócratas. Todo un anticipo de lo que sucedería años más tarde con el proceso de ratificación de la Constitución Europea. No debe olvidarse que los ciudadanos de dos de los Estados miembros fundadores, Francia y Holanda, rechazaron en respectivos referéndums la Constitución Europea, cuando 18 Estados miembros ya la habían ratificado. En ambos estados la construcción europea se convirtió en un arma arrojadiza de unos contra otros, que llevó a los ciudadanos de dichos estados a aborrecer la construcción europea. Sin embargo, una vez más, los españoles votamos por amplia mayoría la adopción de la Constitución europea, como un hito más de tal construcción.

Pero lo dicho es agua pasada. Mucho más graves son los síntomas actuales. Solo algunos ejemplos significativos. El primero de ellos tiene lugar en la política económica. Para afrontar las crisis económicas futuras, las resistencias de algunos Estados, a la cabeza el Reino Unido, impidieron que los nuevos tratados como, por ejemplo, el MEDE, se hicieran en el marco de la Unión Europea. Fue necesario crear esos tratados fuera de la Unión, conectándolos con la Unión mediante mecanismos complejos, de esos que los ciudadanos no son capaces de entender. Es cierto, que ya había sucedido algo parecido con el Tratado de Schengen, que se suscribió al margen de la Unión Europea, y solo posteriormente se incorporó al acervo comunitario. Pero la gestación de Schengen es el ejemplo de lo que no debe hacerse: la Europa de las varias velocidades.

Un segundo síntoma es la pretensión de algunos Estados de controlar a priori o a posteriori las decisiones de la Unión Europea. En unos casos los parlamentos nacionales adoptan acuerdos previos que establecen el sentido del voto de sus representantes en las instituciones de la Unión, de manera que convierten a sus representantes en mandatarios, con nula capacidad de negociación en las instituciones y, en consecuencia, dificultando gravemente la gobernabilidad de la Unión. En otros casos, como el del Tribunal Constitucional alemán, se practica un control a posteriori de los actos que adoptan las instituciones, entre otras los actos del Banco Central Europeo; vulnerando el compromiso de los Estados, previsto en los Tratados, de que las controversias sobre el Derecho de la Unión se residencien exclusivamente en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Y, como en el caso anterior, dificultando la gobernabilidad de la Unión.

Mas recientemente resulta alarmante que después del Brexit comiencen a pronunciarse algunos líderes europeos en el sentido de que para que todos los Estados se sientan cómodos en la Unión resulta necesario permitir diferentes velocidades, es decir, añadir más velocidades a las que ya existen (como por ejemplo en la política monetaria). De manera que el Brexit no habría servido para una mayor integración en la Unión sino para todo lo contrario. Esa sería la primera victoria de los británicos, la de generar dudas en los demás Estados cuyos ciudadanos podrían llegar a pensar que estamos equivocados los que pretendemos más Europa. Los nuevos euroescépticos se propondrían propiciar una especie de Europa a la Carta, que finalmente se convertiría en una selva inextricable de normas, instituciones y acuerdos bilaterales o multilaterales de libre suscripción. ¿Sería una Europa más cómoda para los ciudadanos? No lo creemos. Los que postulan más velocidades, en vez de más integración, no son los ciudadanos, que mayoritariamente queremos que la Unión sea un espacio único de derechos y obligaciones. Ni siquiera sería una Europa más cómoda para los que abierta o subrepticiamente han ido fomentando la insolidaridad entre ciudadanos y los pueblos europeos.

A los británicos se les puede reprochar su incapacidad para entender lo insignificantes que son en el mundo que vivimos. Pero este reproche se puede hacer también, últimamente, a una Unión Europea dormida en los laureles de sus fundadores y de los líderes de los años 90 del pasado siglo.

La construcción de la Unión debe continuar para evitar una irrelevancia que sería muy perjudicial para los ciudadanos europeos. Más Europa supone mayores oportunidades en todos los órdenes, más Europa supone mayores trasferencias de soberanía de los Estados a la Unión en sectores como el de la política exterior, la seguridad, la política social, la política económica y otras tantas.

Aunque pueda resultar sorprendente, la circunstancia de que los ciudadanos españoles sean los más europeístas, y que no exista la presión interna de partidos de extrema derecha, debieran situar al Gobierno español en una posición privilegiada. Una posición que podría permitirle ponerse a la cabeza de la regeneración de la Unión Europea, que sin duda debe acometer grandes reformas. Reformas que deben marginar los retrógrados sentimientos nacionalistas y fijarse en el bienestar de los ciudadanos europeos en un mundo globalizado que exige gran fortaleza, para tener un lugar y para influir en el tablero de la gran política.

Pero ¿tenemos políticos capaces de dejar a un lado el carácter marginal de España en la construcción europea? Lamentablemente esa posición de liderazgo no la han tenido los últimos gobiernos españoles. Pero no debemos resignarnos a que construyan ellos. No debemos perder la esperanza.