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La mano que mece la cuna

Diego es un músico argentino que vive desde hace seis meses en Barcelona. Pasó tres años en Canadá hasta que la motoniveladora y la puta nieve, tan cautivadora de arranque, lo arrastraron a buscarse destinos más cálidos. Hará quince días emprendió un descenso plácido tendente a descubrir el Mediterráneo y, aunque la primera parada en el Delta del Ebro lo dejó con la boca abierta, estuvo en un tris de quedarse en él si no llega a ser porque, no la maldita motoniveladora, y sí el proverbial todoterreno lo rescata de la arena donde el utilitario quedó varado.

Aquello le hizo salir despavorido y alejarse conduciendo de noche más de lo previsto. Bordeando la costa se encontró con rincones guapos, pero Jávea y alrededores fue lo que realmente le resultó fascinante. Claro que lo resulta y descrito por un porteño mucho más, porque el descubrimiento toma trazas de relato épico. Qué cantidad de léxico, cuánto epíteto, qué manera de vivir la experiencia y de transmitirlo. Bárbaro es poco. Tras el canallesco incendio que han transformado parte del corazón del vergel en una infamia he preferido abstenerme de contactar con él para no convertir la recreación del drama en un episodio insufrible. Pero, aún sin el verbo apasionado de Diego que conlleva el torrente propio del bonaerense al uso, lo es. Vicent Andrés Estellés lloraría en silencio; el paraíso escondido de Ramón Llido se vence ante el tremendo horror prendido en llamas y estoy seguro de que Ramón Pelegero, nostre Raimon, habrá entonado alguna rima consonante del Cant espiritual de Ausiàs March en desagravio por el lugar en el que tantas veces se refugió para tomar distancia de otros fuegos.

Es la mano del hombre que a veces mece la cuna del diablo. ¿Qué pensarán la Nao, la Granadella, la punta del Arenal cuando vuelvan la vista y, desde sus miradores, contemplen la grandiosidad del monte quebrada por el aire plomizo de la humareda? Lo mismo que cualquier bien nacido ante un sinsentido de naturaleza perversa: que a esto no hay derecho.

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