Aquí donde me ven, no volveré a usar el adjetivo "exquisito", se acabó lo que se daba. Solía venirme de perlas cuando quería calificar con él a lo que era "de singular y extraordinaria calidad, primor o gusto en su especie". Sin embargo, hoy ya es una palabra podrida, otra más, carente de significado, vaciada de contenido por la mayoría de los hablantes, sin miramientos como un piso en desahucio. Decía yo, por ejemplo y ustedes perdonen, que "El espejo del mar" era un libro exquisito, pues siempre lo consideré de singular y extraordinaria calidad dentro de la obra de Joseph Conrad y dentro de toda la literatura en general. Decía yo también que mi abuela Engracia preparaba una fabada exquisita, pues la cocinaba con primor, con materiales de primer orden y un esmero de aúpa. Decía yo asimismo que Laudrup o Pirlo pasaban el balón de forma exquisita, pues parecían mimarlo con un gusto que traía la sonrisa a la cara del espectador. Decía yo, por último, que éste o aquélla mostraban una educación exquisita, unos modales exquisitos o una cultura exquisita cuando el dichoso adjetivo no se había contaminado de porquería expresiva, dejándolo para el arrastre. La culpa la tengo yo, por andar tan despistado, pues los anuncios de tal podredumbre venían de antaño.

Ya hace años, un examigo me invitó a comer las más repugnantes costillas de cordero que recordar puedo. Mientras él se ponía como "El Tenazas" arrancando a dentelladas aquellas filas de nervio puro y carne ninguna, un servidor trataba en vano de que semejante tortura grasienta no se dilatase mucho. "Están exquisitas", eructó por fin, con la boca e inmediaciones cubiertas de una capa brillante de aceite refritango. Creo que hoy es subsecretario ministerial. No se me encendió la alarma de palabra corrupta en ese momento: muy mal por mi parte. Pues acabo de presenciar, tanto tiempo después de la nefanda costillada aquella, un accidente callejero, de los tan frecuentes en las cabreadas postrimerías veraniegas, en el cual se produjo un choque entre una mujer -cargada de sombrilla, bolsas y nietos y pamela y pareo monumental y sillas playeras- y otra viandante de igual manera pertrechada. Generó el encontronazo estrépito y desbarajuste, mutuas acusaciones, intervención de cuñados, airados gestos y palabras gruesas. Hasta que una de las dos zanjó el incidente retirándose de la acera de batalla con las siguientes palabras: "Déjame en paz, cerda asquerosa, que yo tengo una educación exquisita, no como tú, marrana de mierda". No se hable más: "exquisito" y su femenino ya significan cualquier cosa.

Veo un programa televisivo del corazón y escucho que un gañán "muestra su exquisita educación" por abrirle la puerta del coche a su choni. Detienen a un monstruo que acaba de patear hasta la muerte a su mujer y sus vecinos sostienen que no se lo pueden creer, pues la alimaña mostraba "una exquisita educación" al cruzarse con ellos en la escalera, no en vano les daba siempre los buenos días, ejemplo, dicen, de su caballerosa exquisitez. "¡Yo tengo una cultura exquisita!", vocifera ante un micrófono cierto canalla pasado de estimulantes. Y añade para demostrar que se educó arropado por los quintetos de Mozart y la lectura de los clásicos: "¡Hostia ya, cojones!". Un político de moda se niega a entrar en polémicas: "Tengo una educación exquisita y no quiero mancharla contestando a las provocaciones", declara mientras camina esposado al furgón policial, acusado de estafador y sinvergüenza (pleonasmo). Al mayor inmoral se le considera "exquisito" con tal de que ceda el paso ante una puerta. Tildan de "exquisita" la educación o la cultura de la mayor rabanera del reino por verla tirar su chicle a una papelera. La vileza y la ordinariez se ven redimidas hoy sólo por un gesto civilizado, menuda ruina. Así que, señoras y señores, he borrado el adjetivo de mi disco duro lingüístico. Exquisitamente.