Las miles de parejas españolas que se empeñan de por vida para comprar un piso y los otros miles que no tienen manera de hacerlo y prolongan indefinidamente su noviazgo quizas no sepan que la gran mayoría de sus padres y, por supuesto, de sus abuelos, vivieron alquilados. Comprarse un piso ha sido una de las grandes novedades de las nuevas generaciones españolas, una mezcla de sueño inducido por la americanización de las costumbres e inevitabilidad ante las circunstancias del mercado inmobiliario. Hace cincuenta años las ciudades se diferenciaban de los pueblos en que sus habitantes ocupaban mayoritariamente viviendas de alquiler, algo que sigue sucediendo en el resto de Europa. Los franceses, los alemanes, los italianos, los ingleses habitan mayoritariamente en viviendas de alquiler y hay países, como el Reino Unido, en que la legislación sobre la propiedad horizontal es muy reciente.

La peculiaridad española, el que la propiedad ha sustituido a la renta, se debe a varias concausas, la primera es la falta de planificación y gestión pública de los asentamientos, la ausencia de una política de vivienda que afrontara los cambios demográficos y migratorios de los años sesenta con una iniciativa pública parecida a la que existe en esos países. En vez de crearse aquellos parques de viviendas sociales de alquiler, las «town» houses inglesas, los «banlieu» franceses que fueran la respuesta oficial a las nuevas circunstancias, los políticos españoles decidieron amparar a una serie de negociantes que, con amplias facilidades crediticias y urbanísticas, se constituyeron en constructores y vendedores de barriadas enteras de pisos al amparo de la fórmula de la propiedad horizontal. La legislación no fomentaba la construcción para alquiler, aún no la fomenta y una mezcla de protección al inquilino antiguo y progresiva transformación de viviendas en oficinas, condujo a la situación actual, a la que no es extraña la idea española de que la casa, el suelo es una inversión segura comparada con las veleidades y las sorpresas del mercado mobiliario.

Aquí la clase media ahorra en pisos, algo que está empezando a ser poco atractivo ahora que los impuestos ya no permiten como antes tener inactivo ese capital y los precios, los beneficios de la especulación inmobilaria no son ya lo que eran. Lo curioso es que la propiedad horizontal no da a sus dueños la misma sensación de dominio que las viejas mansiones unifamiliares. La gente que vive en comunidades de propietarios tiene muchas limitaciones a su disfrute y, al final, lo único que puede hacer con ella es venderla o utilizarla como garantía de prétamo, es decir, operaciones financieras. Dadas las limitaciones del caso, y la finitud de la vida humana, el régimen de alquiler es mucho más razonable, sobre todo cuando la legislación y la gestión pública de la vivienda garantizan un razonable mercado de oportunidades de uso. El que el alquiler no se pueda transmitir conduce a la mayor flexibilidad de ese mercado y a que la gente vaya cambiando de residencia según las circunstancias, algo que siempre se agradece cuando uno está más que harto del vecino del rellano. Encadenarse a un piso para toda la vida y tener todo tu dinero metido en ladrillos es una de las peculiaridades españolas más perjudiciales para la mobilidad profesional y geográfica, uno de los infiernos más patentes en la crisis de la pareja y una de las características que más nos separan de los vecinos europeos.