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Matar a la madre

«Morning Glory» es una fácil pero divertida comedia en la que Harrison Ford interpreta a un «anchorman» en horas bajas desterrado a la siempre complicada franja matinal televisiva. El ángel caído sestea con audiencias pírricas hasta que tropieza con el scoop de un caso de corrupción que afecta a un gobernador. El circo del escándalo y otras ocurrencias como lanzar al meteorólogo en paracaídas conceden al programa el perdón de la audiencia. El show de la pena de telediario, los canutazos inútiles y el relato de la indecencia en bucle es hoy la savia de los noticieros. Ver cada tarde a los colegas apostados en la puerta del domicilio de Rita Barberá para buscar el celebérrimo paseo -a la par que inútil- refuerza la teoría que no por más repetida deja de ser cierta. La pulsión escópica se alimenta del movimiento cíclico del hámster. Que no pare la fiesta. Buscamos, como dice un amigo, «buscan esa mierda sin la cual no pueden volver a la redacción».

La madre del régimen. Sucede que en el relato de la corrupción política y en la liga de la relevancia tiene más relevancia la siempre entretenida ópera bufa valenciana de la corrupción que el desvío de 741 millones de euros de Chaves y Griñán. Atrae más -no entendemos la razón- el Barrio Sésamo institucional de Rita saliendo de la palestra por arriba y a la derecha que el atracón andaluz. En todo caso, hablando de la exalcaldesa, el «ritismo» está de vuelta. Se trata de esa sesuda ralea de expertos que se amontonan para radiografiar la trayectoria de la «king maker» por excelencia -cuantos panegíricos entonces y qué pocos ahora- y que va escribiendo la historia. Rita es un relato en sí misma. Es la progenitora de un régimen que se diluye y cuyos purines desembocan en el mar catódico en forma de cárteles delictivos y luchas de clanes. Así nos lo pintan los colegas y la UCO. En el caso de la reina de los mercados, matar al padre -o a la madre en este caso-, es la metáfora que el psicoanálisis freudiano utilizaría para explicarlo todo. Esa fantasía sobre la amortización de una líder según la cual madre e hija no pueden convivir mucho tiempo en la misma generación. La una no puede «ser» sin la desaparición de «la otra».

Isabel mata a Rita. Isabel Bonig está administrando el matricidio previsible en un rasgo de coherencia. Si pidió el acta a los concejales de Taula, investigados por presunto blanqueo y ahora pitufos en comparación con lo que sugiere el sumario sobre sus jefes, no sería lógico que no hiciera lo propio en este caso con Barberá, investigada por el mismo supuesto penal. Sin embargo Rita ha entregado la placa, pero no la pistola. En eso el socialista Rodríguez Ibarra le ha dado la razón. No hay razón para dimitir. Rita se saca de la chistera un conejo para asegurarse una defensa privilegiada en pleno monzón judicial, un asunto el de la corrupción que parece ya descontado a efectos electorales. Al menos de momento.

«Ritaless». Pensar un PP sin Rita, una especia de «Ritaless», nos hubiera parecido imposible hace unos meses. Aún ahora, en su debilidad evidente, en su aparente no presencia, arrastrando su abrigo o su rictus goyesco ante una recua de reporteros -algunos de los cuales son tan barbilampiños que no pudieron conocer su esplendor- su sombra sigue condicionando gestos y palabras de los actuales dirigentes de su partido. Sin embargo Bonig ha dado un paso extraordinario apoyando la revocación de su acta de senadora. Extraordinario y único. El resto de líderes populares, sobre todo en Madrid y salvo la excepción de Guindos o Maroto, actúan como los herederos que no se atreven del todo a hacer planes de futuro mientras el finado esté de cuerpo presente.

Sin equilibrios. Un PP sin Rita es inédito. La formación, por primera vez en su atribulada historia, carece de las virtudes del matriarcado, de la madre que apacigua a los cachorros, del poder correctivo tradicional. El PPCV no ha sido un partido sino una liga de egos compensados. Sin ese contrapeso se desmonta el sistema que compensaba ladinos ejemplares como Zaplana, soportaba a líderes apuntalados como Camps o se ponía el casco azul para modular el equilibrio geográfico con Fabra. Con Rita se achica el espacio de autoridad de quien nunca quiso ser presidenta regional pero que siempre exigió pleitesía. La marcha de Barberá aligera los retos de Bonig y allana su camino, ya libre de dificultades en el relato interno. No surgirán nuevos contrapesos propios de la misma dinámica política aunque es difícil erigirse en factor compensatorio contra la nueva líder porque no hay poder territorial que patrocine a futuros señores de la guerra: el castellonense Javier Moliner es amigo y el alicantino César Sánchez no está para risas. Si a ello le sumamos el claro apoyo incondicional de Génova, el tablero se inclina a su favor y todo indica que el PPCV ya tiene cartel para las autonómicas del 2019.

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