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Rita Barberá y el síndrome de Cristiano

Todos sabemos que Cristiano Ronaldo es un buen jugador de fútbol, pero aquí no hablaremos de eso. Hablaremos -no mucho- de su carácter. Los medios de comunicación radicados en Madrid nos han habituado a explicarnos que Cristiano es una persona «con las ideas claras», «orgulloso», «que va de cara», y que las cosas que hace y que dice obedecen a su espíritu competitivo y a su fuerte personalidad. Otra forma menos adornada de explicarlo sería decir que Ronaldo es un niñato consentido y maleducado, incapaz de ahorrarse sus macarradas y declaraciones, tan soberbias como pueriles, destinadas a alabarse a sí mismo. Pero ya se sabe: el poder manda, y la historia la escriben los vencedores (en este caso, por «vencedores» léase ´El Marca´, la radio y la televisión; cualquier cadena de ámbito nacional servirá). Y la historia que escribían no sólo obviaba, sino que le daba la vuelta, a lo que se antoja como un hecho incontrovertible: Cristiano Ronaldo, como individuo y a la luz de lo que deja traslucir en su comportamiento en el campo y en sus declaraciones a los medios, es un impresentable.

Durante décadas, algo parecido ha sucedido con Rita Barberá. La eterna alcaldesa de Valencia ganaba siempre las elecciones, siempre por mayoría absoluta, y una parte de la opinión pública, como sucede tantas veces, se afanaba en transmutar sus obvios defectos en virtudes: su falta de educación sustanciada en continuos exabruptos, su populismo chabacano, su ventajismo, el personalismo de su gestión, combinado con un notorio desinterés por muchos aspectos de la misma, así como por la vigilancia de los suyos (eso, en el mejor de los casos, y suponiendo que no fuese parte del problema, y además la parte central). La zafiedad, en fin, en la forma y en el fondo de su acción política, era vista como un conjunto de rasgos pretendidamente simpáticos, a lo sumo peculiares, de una personalidad fuerte. También se tendía a ignorar las inconsecuencias y los problemas de un modelo de ciudad que dejaba completamente de lado barrios enteros (algunos, convenientemente señalados como «culpables», como el Cabanyal) y despilfarraba sin freno en los caprichos de la alcaldesa mientras se dejaban de lado los servicios públicos.

Legislatura tras legislatura, viendo cómo Barberá o bien arrasaba o bien acomodaba a toda forma de oposición (con prebendas y sueldos: migajas para el ayuntamiento, pero suficientes para una parte de su teórica oposición política y social), quedó claro que la entonces alcaldesa no sabía ganar, ni tampoco mandar, en un contexto democrático. Más recientemente, cuando perdió la alcaldía, quedó aún más claro que tampoco sabía perder. Recuérdese cómo Barberá se negó a tomar posesión de su concejalía y a cederle el bastón de mando a Joan Ribó, y dio la espantada hacia el Senado (acogida allí por el PP, que ahora se rasga las vestiduras por esa decisión). Y recordemos, también, su afán por teorizar sobre cómo debería ser ella, la candidata más votada (diez escaños, por nueve de Ribó), la alcaldesa, aunque ni de lejos se acercase a una mayoría absoluta. Un argumento ventajista que lo es mucho más en el caso de una persona que accedió a la alcaldía en 1991? merced a un pacto «de perdedores» (ella y Vicente González Lizondo) contra la candidata más votada (la entonces alcaldesa Clementina Ródenas).

Desprovista del bastón de mando, y del aura de «grandeza» que sólo puede conferir el poder (de hacer goles con el Madrid o de mandar en una gran ciudad durante décadas), la caída de Rita Barberá ante la opinión pública ha sido rápida y profunda. Súbitamente, muchos que le reían las gracias al personaje han mutado su indulgencia ante sus supuestas virtudes por indignación frente a sus defectos. Ya veremos hasta dónde llega la caída en el plano judicial. En el social y político, posiblemente vaya en consecuencia de lo mucho que -sin ninguna duda, inmerecidamente- se elevó al personaje a los altares en el pasado: será profunda.

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