Algo se ha perdido con el cambio en el trono de los tiempos muertos. Desde que los teléfonos móviles han agarrado el cetro de las antesalas, los medios de transporte, las hamacas y los insomnios nuestro índice cultural se ha desplomado. Porque siempre se obtiene algo de abrir un libro, aunque sea por un instante. La lectura deja un poso, leve o denso, fugaz o duradero, intrascendente o decisivo, esencial o epidérmico. Pero el vistazo compulsivo al multimedia de bolsillo, el pasatiempo electrónico, el asentimiento irreflexivo a la vorágine de la virtualidad, al aniquilamiento lúdico y al desconcierto cerebral que se agazapan bajo los pequeños pantallones ha reducido a marchas forzadas el bagaje intelectual y expresivo del gentío. Y la nueva telefonía no hace distingos: ricos y pobres, ignorantes y cultos, educados y groseros, ejecutorias y baldones, todos le hacen papel; a todos les ofrece la falsa nivelación de la homogeneidad.

Al convertir los teléfonos móviles en recreativos, los poderes económicos han diseñado un Aqueronte para esta vida, un barquero fantasma que transporta multitudes desde cualquier nivel espiritual hasta el terrible puerto del marasmo y el ofuscamiento, de la necedad y la falta de criterio. Matar el tiempo con el móvil nos va matando la personalidad; nos hace adoptar estereotipos conceptuales, indumentarios e incluso prosódicos. Que levante la mano el que no haya percibido a su alrededor la entonación de moda, el idiotismo integrador o el adorno del momento; las cosas que abren la portezuela del aprisco alucinado, que facilitan el refugio entre la masa, la disolución particular en la enajenación general.

Ya no decidimos con qué libro nos entretenemos: ahora metemos automáticamente la mano en la faltriquera y sacamos el teléfono; compramos el billete para el golfo de los tontos; llamamos al mozo „el Aquerontillo de nuestra época diminuta„ para que nos pase una vez más a la ribera delirante de la seducción materialista, de la pesadilla consumista y de la mentira unidimensional. ¡Qué tétrico el silencio de una sala en que la espera se distrae con el móvil! ¡Qué triste la sonrisa congelada en la cara de quienes lo contemplan! ¡Cuánta lobreguez en la sutil fosforescencia que irradia! Una de las escenas más pavorosas que yo he presenciado fue la estampa nocturna de un joven, dentro de un coche, atrapado por la irrealidad azul de una pantalla mientras pasaba el tiempo muerto de un semáforo en rojo.