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Julio Monreal

Brillo y caída de la alcaldesa de España

Rita Barberá era la mejor alcaldesa de España. Mariano Rajoy, Aznar, Rato, Cospedal, Cascos y tantos otros líderes del PP se lo decían en público en cada mitin que compartían en Valencia desde que ella se hizo con la vara de mando en 1991 hasta la primavera de 2015, en vísperas de su primera derrota electoral. Ahora, el presidente del Gobierno en funciones, su amigo de toda la vida, ni siquiera ha tenido el valor de coger el teléfono para pedirle que abandonara la militancia de un partido en el que tenía el carné número 3. Y tras quedarse el escaño del Senado y convertirse política y socialmente en una tránsfuga, el líder de los conservadores se ha limitado a declarar que ya no tiene autoridad sobre ella.

Es como si Rajoy y Cospedal no quisieran ser muy severos. Él evita pronunciarse. Ella parece incluso justificarla. Él recuerda cuando tiene ocasión que 174 cargos populares acusados de corrupción han sido absueltos o han visto archivadas sus causas. Ella, látigo contra Bárcenas, usa guante de seda con Barberá. Pero la alcaldesa que llevó al PP al paroxismo en Valencia, la que consiguió 21 concejales de 33 posibles, con más del 56 % de los votos en el año mágico de 2007, muerde clavos asediada y sola en su casa alquilada del centro de la capital, con el portal lleno de operadores de cámara como si la casa fuera los juzgados de la plaza de Castilla.

Tras los visillos a los que no quiere asomarse por si captan su mirada de animal herido recuerda que justo hace dos años paseaba con Mariano Rajoy por los jardines de la Moncloa. Ella quería presentarse una vez más, la séptima, a las elecciones municipales, desoyendo a quienes en su mismo equipo le incidaban que era conveniente una renovación. Y él necesitaba que se presentara, quería los votos que ella pudiera captar para no ceder terreno ante las envalentonadas izquierdas. Barberá se había peleado con Zaplana, había visto caer a su Paco Camps y había puesto de su parte para llevarse bien con Alberto Fabra, pero no había «feeling». Necesitaba oir de labios de Rajoy que ella seguía siendo la más bella del Reino. Y él se lo dijo.

Ahora, esa mujer que hablaba y reía con un torrente de voz se preguntará en soledad dónde se torcieron las cosas; si fue con las facturas del «Ritaleaks» que Consol Castillo se guardó seis meses para utilizarlas en la campaña electoral; si fue con el cierre de una televisión autonómica a la que siempre acusó de no sacarla, o si todo cambió cuando la crisis elevó el paro a seis millones de personas en 2013 y el PP no pudo evitarlo aunque lo había prometido.

A sus allegados les habla pestes del líder de Ciudadanos, Albert Rivera. Fue de las primeras en advertir a su partido en público de que la formación naranja era una amenaza para ellos, y ahora los quiere aún menos por haber exigido a Rajoy su dimisión como senadora a cambio de mantener la expectativa del pacto de investidura. No tiene tampoco palabras amables, sino todo lo contrario, para el que fue su colega en la aldaldía de Vitoria, hoy candidato a lehendakari vasco por el PP Alfonso Alonso, condenado a pagar 400.000 euros por una mala decisión municipal pero locuaz opinador sobre las faltas de Barberá. También Isabel Bonig, lideresa del PP valenciano, está en el menú de conversaciones de la senadora con sus íntimos. Tras la salida de Alberto Fabra, Rita apostó por Bonig, la acompañó y avaló ante la sede nacional de la calle Génova y no escatimó loas públicas y privadas. Pero cuando estalló el caso Imelsa y se produjeron las detenciones de Alfonso Rus y todos los que figuraban en las cintas y agendas del yonki del dinero Marcos Benavent, la presidenta del PP valenciano soltó lastre, se desmarcó de todos y abogó por la renuncia de los concejales y asesores de la capital investigados por blanqueo de capitales, lo que era tanto como traicionar a Rita Barberá y ponerla a los pies de los caballos.

Quien llegue hasta ella podrá comprobar que la que fue alcaldesa de España tiene una larga lista de culpables a quienes imputar su desgracia. Y en esa lista no está su propio nombre. Ha gestionado durante 24 años un ayuntamiento con 800 millones de presupuesto en cada ejercicio y se ve arrastrada por el lodo de telediarios y páginas de periódicos porque el Supremo le ha abierto una investigación sobre si hay delito en que donara 1.000 euros para la campaña electoral de su partido. Sin que conste que le fueran devueltos en billetes de 500 procedentes de supuestas comisiones ilegales por contrados municipales, provinciales o autonómicos.

Pudo ser ministra, pudo ser presidenta de la Generalitat, pero quiso ser solo alcaldesa y ejercer el poder interno que le daba su apoyo popular. No supo irse a tiempo, ni dejar un equipo, ni arropar a los suyos cuando estalló el caso Nóos («yo no he firmado nada») o cuando saltó el supuesto blanqueo de capitales en el ayuntamiento que ella presidía («yo no sabía nada»). Ahora está sola en Valencia y estará aún más sola en Madrid. Sin equipo y sin partido no aguantará mucho. Quienes la adularon tanto hoy quieren verla abatida al percibir su debilidad. Y saben que tienen la batalla ganada aunque haya decidido apropiarse por el momento de un escaño que le dieron las Corts Valencianes, el primero que no ganó por elección directa.

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