En los últimos años he tenido varias alumnas que vestían hiyab. En mi experiencia como profesora en la Universidad pública nunca se me ha ocurrido dilucidar si sería necesaria o no una norma específica al respecto. Para mí, el derecho a la educación ha de prevalecer siempre.

Bien diferente sería la admisión de una alumna o alumno que llevara una vestimenta que impidiese su identificación. Pero con el hiyab la cara es visible, no hay problemas.

El caso de Takwa Rejeb, la alumna a la que se le ha prohibido asistir a clase en el instituto Benlliure de Valencia por llevar hiyab no es el primero.

Entre las propias mujeres musulmanas, la cuestión de llevar o no velo provoca intensos debates, pues es cierto que el hiyab no es un simple objeto de tela. Para algunas, claramente forma parte de su práctica religiosa. Para otras, un recurso para reivindicar su identidad. Hay otro grupo que directamente rechaza llevarlo por considerarlo un símbolo de opresión. Como periodista por el mundo musulmán he conocido un variadísimo crisol de situaciones: desde europeas que han comenzado a vestir el hiyab después de una relación con un árabe hasta musulmanas que han decidido quitárselo o vestirlo en periodos diferentes de sus vidas. Algunas musulmanas europeas y árabes nunca se lo han puesto tan siquiera. Tengo una colega marroquí investigadora de alto nivel que decidió incorporarlo en su vida adulta después de años de melenas al viento. Y he visto cómo bajo las negras abayas de las mujeres del Golfo asoman tacones kilométricos y maquillaje carísimo. También cómo en los zocos de la hoy martirizada Siria los puestos de ropa interior vendían conjuntos de corsetería de sensuales encajes que compraban con mucho interés mujeres cubiertas.

No se debe interpretar mecánicamente que el hiyab signifique sumisión; éste no es el medidor de la libertad personal de una mujer musulmana. Vivimos un mundo complicado y gestionar la diversidad no siempre encuentra orientaciones en los reglamentos.

Por ello, se ha de considerar con serenidad el debate con aquellos responsables de centros que observan la norma literal para imponer prohibiciones. En ocasiones, el desconocimiento o la urgencia que plantea el atender el interés que inevitablemente surge en los medios y el nerviosismo de algunos plantea situaciones defensivas de inmovilidad. El argumento de que la educación ha de ser laica para que pueda acoger a todas las personas es sólido y además ha de ser irrenunciable. Pero esa intención requiere para su justa proyección mucha información y una disposición de mirada plural. Los reglamentos mecánicamente no solventan los conflictos. España no cuenta con una normativa específica sobre el hiyab y es cierto que cada centro es autónomo en la interpretación de sus reglamentos internos pero éstos deben estar en consonancia con la Constitución.

La forma en que Takwa ha sido protagonista de forma involuntaria inspira otro debate: el de las dificultades con que nos enfrentamos las mujeres para ser sujeto en el espacio público. Sólo la anécdota o el escándalo nos sitúa en la visibilidad. Apenas tenemos espacio en el imaginario en positivo que generan nuestras sociedades. Takwa es mucho más que su hiyab.

En el llamado mundo occidental, en el que desde hace años hay mucho de oriental (de la misma forma que allí hay mucho de aquí), a veces, los estereotipos han legitimado la regulación del derecho a decidir de la mujer y no solo la musulmana. El hiyab, en serio, es lo de menos. El derecho a la educación no se puede poner en la negociación.

Millones de mujeres en todo el mundo, siguen luchando para que la igualdad no sea solo un tema de las pancartas de marzo. Y muchas de ellas llevan hiyab. Algunas las hemos tenido en clase.