Parecía una cuestión superada, pero no, volvemos a tropezar en la misma piedra. Hacía ya un tiempo que no oíamos hablar de la prohibición del pañuelo islámico (el hiyab) en centros educativos. Ahora, un instituto de enseñanza secundaria de la ciudad de Valencia vuelve a recuperar la polémica. Cuando en buena parte de la comunidad educativa éste era un tema que se había conseguido encauzar de una manera razonable -atendiendo a la primacía del derecho a la educación por encima de otras cuestiones, el respeto a la libertad de creencias y la búsqueda de la convivencia en la diversidad-, nos encontramos nuevamente en el inicio del asunto. Podremos discutir indefinidamente si en el islam se discrimina o no a la mujer (con más bien pocas duda al respecto), si el hiyab simboliza esa discriminación (con algunas dudas más) y si el uso del mismo responde o no a una imposición (no parece en absoluto el caso), pero lo que no podemos hacer es cerrar las puertas a las personas que encarnan nuestros debates.

Recordemos que en este caso no se trata de un burka -que sí plantearía un problema de seguridad-, tampoco se trata de una menor -ello sería un factor que generaría dudas sobre la ausencia de autonomía en la toma de decisión sobre el uso del pañuelo-, ni tampoco se trata de una persona inmigrante -se podría decir que el desconocimiento de la sociedad de acogida hace que se emplee una prenda inadecuada-. No, se trata de una estudiante española de religión musulmana de veinticuatro años de edad que ha añadido a su vestimenta un pañuelo islámico como símbolo de la que ella considera que es su identidad. ¿Estamos preparados para ello? Parece que no todo el mundo.

El centro podrá argumentar que lo que hace es aplicar una norma general recogida en un reglamento interno que, en realidad, trata de garantizar cierto orden, más que de potenciar la igualdad (admitamos que este tipo de reglamentos son necesarios en los centros, pero estos se pueden flexibilizar y, si hace falta, reescribir, para adaptarlos a una realidad cada vez más compleja). Igualmente se podrá decir que si se prohíben las gorras a los alumnos seguidores del rap o el hip-hop, también habrá que hacerlo consecuentemente con otras formas de cubrirse la cabeza.

Ahora bien, por mucho que nos empeñemos en asimilar el rap o el hip-hop a la categoría de culturas juveniles, ¿podemos equipararlos al carácter de civilización que corresponde al Islam? Podemos estar más o menos de acuerdo con muchos aspectos del islam en tanto que cultura y en su particular dimensión religiosa, pero no podemos negar la entidad que le corresponde socialmente (para empezar es una de las tres religiones reconocidas oficialmente como de notorio e histórico arraigo en España).

Probablemente, el instituto terminará -si no lo ha hecho ya en cursos pasados- celebrando festivamente la interculturalidad con el recurso a los bailes, las canciones y la preparación del cuscús y la paella en un ambiente lúdico, pero el reto de la diversidad cultural es mucho más profundo. No basta con reivindicar festivamente la diversidad si luego no somos capaces de aceptar que no todos hemos de operar necesariamente bajo los mismos patrones culturales, aunque ello no sea siempre fácil de encajar. La pregunta es, ¿se puede reivindicar entre el alumnado el valor de la diversidad y desterrarla al mismo tiempo de las aulas?

El clima de desconfianza generado en Europa en los últimos meses en torno a la población musulmana no ayuda a resituar el debate en un marco de distensión. La intensa polémica de este verano en torno al uso del burkini es una buena muestra de ello, y parece que nos retrotrae al punto de partida y hace reemerger los fantasmas en torno al islam y a su signo más visible: el pañuelo en la cabeza.

No creo que en el caso que nos ocupa estemos realmente ante un problema de islamofobia, pero a poco que nos descuidemos la podemos acabar alimentando. Cuidado.