He leído una crítica estupenda a la tan arraigada ética del cuidado de las mujeres. Cuando alguna abjura de ésta, acaba siendo cuestionada socialmente. Si uno analiza los roles que por tradición carpetovetónica corresponden a la mujer, casi siempre conducen inexorablemente a la entrega, sacrificio y renuncia de su propia subjetividad: asistir a los hermanos, padres, suegros, maridos, hijos y también nietos, en una suerte de eterno retorno nietzscheano. Sostiene Carol Gilligan, feminista, filósofa y psicóloga que las mujeres privilegian los vínculos con el otro, renunciando a sus propios derechos y por encima de sus propias obligaciones, metas, sueños y deseos. Algo fácil de contrastar si observamos a alguna de las mujeres que nos rodean, salvo muy honrosas excepciones. Así como muchos venden su alma al diablo, mi madre quiso entregarla a sus padres, suegros, luego a los hijos y también a su marido, ¡faltaría más! Ahora, creciditos ya todos, mantiene sus perpetuas obligaciones maternales, añadiendo, como decía, otras que había abandonado por imperativo cronológico. Su condición de abuela rejuvenece su vida laboral no remunerada, así que, retorna el cambio de pañales, recogida de nietos a la puerta del colegio, darles comida o merienda, soportarlos y jugar y lo que se tercie, aguantar berrinches y blablablá. Todo esto, a coste cero, para suerte del Estado y algunos más. Bueno, a coste personal, emocional, psicológico, mejor dicho. Una ganga a nivel económico pero una maldición genealógica en toda regla. La educación sexista y machista de este país se encarga de programar a legión de mujeres para sobrellevar dignamente su condición de todoterreno, consiguiendo, claro está, que sientan como propia esta ética del cuidado a lo bestia. Lo ha dicho Seyla Benhabib: «Las mujeres y sus cuerpos son sitios simbólico-culturales sobre los que las sociedades humanas inscriben su orden moral. No sólo el orden moral, sino además y sobre todo el orden socio-cultural». El cuerpo de la mujer ha sido privatizado y pocas y pocos se percatan. O quizá sí. Tal vez habita en nosotros una suerte de conformismo pragmático, algo así como el egoísmo que supone perseverar hábitos y prácticas que benefician el interés propio aunque sea a costa del cuerpo de tantas generaciones de mujeres. En síntesis, tener mucho morro. Lástima de cuerpos vejados. ¿Hasta cuándo tanto estigma contra las mujeres?