Al liberalismo clásico le horrorizaba la intromisión del Estado durante las crisis y sostenia que el sistema se ajusta por sí solo: castigando los proyectos empresariales fallidos y cobrándose las víctimas necesarias, volveria a funcionar a pleno rendimiento hasta absorber el desempleo. Ante la persistencia de la Gran Depresión de los años 30, tratando de combatir el descontento social y prevenir el contagio del socialismo emergente, Keynes negaba que el sistema condujera necesariamente al pleno empleo y argumentaba que el Estado debía intervenir con políticas contra-recesivas aumentando la demanda, potenciando la actividad y posibilitando la plena ocupación. Marx pronosticó el colapso del capitalismo, víctima de sus contradicciones. Keynes lo protegió concediendo al Estado un protagonismo inadmisible para los clásicos. Un papel impulsador, orientador, regulador, y también corrector de los abusos y desajustes que rinde el capitalismo desbocado.

En la práctica, y empujados por la crisis, Keynes algunos Estados ya habían decidido intervenir desequilibrando el presupuesto e incurriendo en déficit y deuda: la pionera Suecia, la América de Roosvelt, y la Alemania de Hitler, los más paradigmáticos. Keynes le dio respetabilidad académica a esa praxis, y la deuda como método para crecer empezó a considerarse un instrumento elogiable de política económica. El crecimiento, en términos de PIB, permitirá pagar la deuda y subsanar el déficit público.

La receta keynesiana aboga por endeudarse para aumentar el gasto público en época de recesión, pero en épocas de normalidad el Estado debería tratar de cancelar déficit y deuda en previsión de nuevas crisis. Tal manejo contra-cíclico del binomio déficit-superávit permitiría la deseable estabilidad. En lugar de ello déficit y deuda han tomado posesión permanente del mundo bajo el principio de que la deuda pública de un país es manejable si su volumen no excede el PIB anual y el déficit público se limita a un porcentaje menor que la tasa de crecimiento del PIB. La fórmula ha llegado a derivar en «endeudarse para crecer, y crecer para saldar intereses y deuda incesantemente renovada», un gravoso círculo infernal de dudosa eficacia e incongruente con los límites del crecimiento desvelados por la economía ecológica.

En las sociedades pre-liberales las relaciones económicas no estaban articuladas para proveer a todo el mundo de medios y modos de vida dignos, sino para provecho y beneficio de los jerarcas. El capitalismo-liberal supuso cierta democratización del acceso a la jerarquia, aunque conservando, de hecho, una eterna tradición: desigualar a los humanos por sus ingresos y clasificarlos. Como en las sociedades pre-liberales, tampoco está pensado para proporcionar a todo el mundo recursos apropiados mediante un trabajo remunerado; está orquestado para competir en supuesta igualdad de oportunidades, y para dar ocasión a los hacedores de dinero de coger todo el pastel que puedan, a pesar de que generen desigualdades, por extremas que lleguen a ser.

La prioridad no es el pleno empleo, sino el aumento de los porcentajes de ganancia del capital, o su mantenimiento en unos margenes aceptables. Cuando en los postreros 60 la tasa de ganancia empezó a decaer, el keynesianismo también inició su declive. En los 70 la jerarquía tomó las riendas, su receta: desregularización y privatizaciones, y una vejatoria «teoría del goteo» neoliberal según la cual el crecimiento que atenuará la desigualdad deberá venir de politicas favorecedoras de las capas económicamente más altas, pues su riqueza filtrará hacia las capas inferiores que también se beneficiarán; teoría desmentida por la realidad pero que no ofenderia menos caso de ser verdadera.

Cierta version «de saldo» del keynesianismo ha resistido formando parte del moderno eclecticismo en política económica. Sirvan como ejemplos la subordinación de la socialdemocracia europea a la ola neoliberal (que en el caso español tal vez explica la irrupción de Podemos), o el keynesianismo militar de neoliberales como Reagan y Bush. No es esté el escenario que Keynes hubiese deseado „o „crítico como era con la voracidad de los hacedores de dinero y con los excesos de la economía de casino „pero tampoco debería sorprenderse, conocedor como era del cortoplacismo de su receta.