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"¿Madrid, Barça o Valencia?"

Contemplar los partidos de tu equipo desde otro continente es un ejercicio bastante cercano a la Resistencia. No por la secreta traición de las vacaciones. Tampoco por ese relato pelma que en Mestalla ha sido el estoicismo, un refugio en el que siempre se acaba filtrando el frío.

Pocas fotografías retratan con más nitidez el compromiso con unos colores que la barra solitaria en la madrugada de un hotel de Pekín, el almuerzo en un bar jamaicano en Brooklyn, la visita a una taberna portuaria de Siracusa en la que pides permiso para que sus dos clientes dejen de ver Miss Italia en silencio y enchufen la Champions. A nadie, más que a ti, pobre tarado, le importa ese partido, ni la bandera que defiendes, ni el rugido psicópata del gol de Negredo en Mónaco. Te giras buscando esas miradas cómplices tan propias de los segundos posteriores a un gol, pero eres tú y sólo tú el guardián de la fortaleza.

Estos días he apuntado Argentina a una lista en la que figuran ejemplos exóticos como Canadá y Cuba, con su hockey y su béisbol. La primera inmersión en Buenos Aires fue un atasco en la Avenida Libertador por la concentración de autobuses de provincias con las puertas abiertas para dar cabida a todos los hinchas posibles de River, local esa tarde ante San Martín en un Monumental que, desde la autopista, olía a maní garrapiñado.

Un aroma reconfortante que ha continuado, días después, en los partidos en potreros de tierra roja perdidos en los confines con Paraguay, pero que noté concentrado en toda su energía en los alrededores de la Bombonera, donde abundan canchitas y mosaicos con la efigie invencible de Maradona. De regreso al circuito de calles amables para el turismo en la Boca, suena una voz: «Buscan menú? Ah, españoles! De qué equipo son? Madrid, Barça, Valencia?». A 9.000 kilómetros del país de los Manolos, los zarpazos de la depresión blanquinegra no habían llegado a Buenos Aires, donde el Valencia no es el rival extraño de los bares inhóspitos de medio mundo. Su posición tradicional no se discute. Será porque la genética albiceleste de Mestalla evoca a nombres ilustres, a holandeses sepultados en un mar de papelitos en el 78, en una conexión repartida entre varios de sus conjuntos clásicos: sobre todo en River, algo en Boca, con incidencia en Racing, y sin olvidar el chispazo de Pasieguito para pescar a Kempes en Central.

«¿Madrid, Barça o Valencia?». Algunos misterios se resuelven con preguntas. Esa en particular tuvo en mí el efecto del golpe en el pecho de Carlos Aimar a sus chicos en el Logroñés. De repente, dignidad, orgullo, los cachitos rotos del escudo de nuevo recompuestos. En el fútbol y en la vida la distancia es a veces una buena consejera para disipar la bruma. Todos los argentinos con los que he cruzado palabras rinden, por lo menos, respeto al Valencia. Por encima del caos deportivo singapurés, desde la orilla del Río de la Plata se percibe el recuerdo de una historia victoriosa, los cimientos de una institución representativa, el peso de un pasado que no debe inducir a la asfixia sino a proyectar con más firmeza el futuro. Somos mucho mejores de lo que nos creemos. Con un poco de convicción o fe, además de proyecto, este equipo echará a rodar y volverá a comportarse como lo que siempre fue, como lo que quedó grabado en la otra parte del charco.

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