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Identidades

La proximidad del 9 d´Octubre, celebración valenciana de la efeméride fundacional, propicia alguna reflexión sobre las identidades. De hecho, algunos responsables políticos y sociales acostumbran a hacerlo anticipadamente. Y lo van haciendo.

Desde 1977, e incluso antes, añadir a la sigla política o sindical una P y una V, suponía de algún modo el compromiso con la construcción de un país posible, valenciano por supuesto. Más tarde aparecieron la C y la V colgadas de otras siglas. Visto en cierta perspectiva y alejamiento, la cuestión parece haberse convertido en un trámite para organizaciones de alcance nacional, sin contenido ni compromiso con la ciudadanía valenciana.

Al decir de algunos tratadistas, la identidad es un negocio turbio, dudoso, que puede concluir en confrontación, y alguno alcanza a señalar que hay identidades asesinas. No llegamos a tanto. Opiniones interesadas dan por concluida la polémica sobre la identidad valenciana de los años setenta y ochenta del pasado siglo. O en un arrebato de estulticia incluso se atreven a juzgar que algunos elementos de la misma, como la lengua y sus usos educativos, sociales y administrativos sobre todo, pueden reabrir «viejas heridas».

Ni concluida ni reapertura de viejas heridas. La identidad fundamental de los valencianos es la lengua. Lengua común con otros territorios, por supuesto. Cuyo uso no puede ser de tolerancia, una especie de gracia que se nos concede siempre que no se exija, como corresponde, su uso normalizado en todas las instancias que hemos señalado. Un requisito, vaya, y no una amable condescendencia que se otorga. En este aspecto, ni pasar página ni cerrar en falso.

La lengua es el elemento diferencial, por encima del territorio, cuya estructura política y administrativa constituye una pieza inseparable de la identidad en la medida que acoge a la población, ordena las funciones de las ciudades, de los municipios y es objeto de la distribución de los poderes públicos, de sus representantes, de los recursos de toda índole.

El lastre para el territorio tiene nombre: la provincialización y la provincianización. Ambas constituyen las dos caras de la subsistencia de unas instituciones heredadas del sistema centralista y caciquil del siglo XIX. La primera ha sobrevivido incluso a la nueva estructura autonómica. Con un cambio de nomenclatura nada sutil, las delegaciones territoriales, que, ¡oh milagro!, resultan ser las provincias. La segunda es menos sutil y tal vez más profunda, en especial en las cabeceras provinciales, las capitales y sus élites políticas, económicas, y sociales, por este orden.

El residuo que sustancia la provincianización lo constituye la diputación provincial. Un ente que se dice local, esto es, municipal. Sin elección directa de sus componentes por la ciudadanía, y sin responsabilidad política a no ser que medien los órganos jurisdiccionales o el control de los fiscalizadores ex post del gasto, porque los ingresos vienen transferidos por consignaciones presupuestarias en su mayor parte ajenas. Caciquil en la medida que la recluta de sus componentes se atribuye en la práctica a las direcciones partidarias y en la misma medida que la distribución de sus inversiones obedece ante todo a la satisfacción de las redes clientelares de partidos, sindicatos y demás. La injerencia provincial, la dimensión de sus recursos y la liberalidad con que se distribuyen pueden hacer cuestionar a más de un ciudadano para qué sirven los ayuntamientos o la misma comunidad autónoma.

La provincialización permite expresar el sueño de todo provinciano: sentarse en la mesa del centralismo, que constituye la medida del éxito provincial a la vez que el signo inequívoco del triunfo de la despersonalización que supone la pertenencia a la uniformidad del propio centralismo cuyo final se previó con el refrendo constitucional de las comunidades autónomas.

El traslado de esta situación subalterna supone el sacrificio en el altar centralista de la lengua. Ahora se pretende confrontarla a la necesidad del aprendizaje y uso de otras, sobre todo del inglés. Por supuesto, la controversia es falaz desde sus fundamentos. La lengua común del Estado la usan y conocen todos. La propia, alejada durante siglos de la escuela y la cultura requiere el esfuerzo adicional del aprendizaje y el uso social, como ya advertimos. Resulta por lo demás obvio para quienes de esto entienden que el aprender y usar una tercera lengua resulta más hacedero y rápido para quienes gozan, desde la infancia y la primera escuela, de dos.

Este argumento debería hacer desistir a quienes se empeñan en reducir la lengua propia a una reliquia fósil, a veces su uso objeto de chirigota salaz, y nunca como vehículo central del itinerario pedagógico de nuestros escolares. Puede que algunos ni siquiera se hayan molestado en un uso dialectal infecto de lo que dicen proteger: anduvieron muy ocupados en los últimos años en el saqueo como seña de identidad, riendo las gracias y los exabruptos, estos sí, en valenciano y aplaudiendo la deliberada desaparición de una seña de identidad claramente diferencial. Y eso que, por edad, se puede deducir que podrían haberse beneficiado en su aprendizaje con la Llei d´ús i ensenyament.

El saqueo de las arcas públicas y la erosión deliberada de la lengua deberían ser tratados como una epidemia con el objetivo de eliminar sus letales consecuencias. Deberían sacudir la conciencia civil y política de la ciudadanía. Una sacudida que comenzó a alumbrarse a partir de mayo de 2015 y que no deja de encontrar obstáculos por parte de estos acendrados defensores que se autotitulan guardianes y defensores de las esencias valencianas.

Otro 9 de octubre que requiere análisis y por supuesto exigencia reivindicativa de esta identidad frágil, la valenciana, a la que he dedicado en Ser valencians algunas reflexiones abiertas a la discusión.

PD. Concluida la colaboración mensual se han producido hechos políticos relevantes, como el de la posible fractura del PSOE. Con la benevolencia del director me permitiré expresar mi punto de vista transcurridas las cuatro semanas en el contexto de crisis de la socialdemocracia europea y del cierre de un ciclo político en nuestro país.

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