Puede que usted no lo crea, pero sigue habiendo endemoniados. A pesar de que ya no se utiliza este vocablo proscrito, ni es posible rehabilitarlo en esta sociedad gregaria y relativista que nos envuelve, sigue habiendo tantos endemoniados como antes o más. Algunos irrumpieron hace unos días en varias iglesias, a instancias del maligno, para destrozar las imágenes y los altares. También allanaron otras, hace unos meses, verbalizando su posesión demoníaca con grafitis del averno. Y aunque se les llama vándalos, gamberros o salvajes, lo cierto es que son los mismos endemoniados del Nuevo Testamento, aquellos que los diablotes hacían correr desnudos entre las tumbas o revolcarse por el suelo echando espumarajos. El astuto belcebú, que gusta de okupar cuerpos mal guardados, que sabe más por viejo que por otra cosa, no ha cambiado el método en dos milenios. No le ha hecho falta porque las carencias de antaño eran las de ahora y viceversa. El ángel caído tienta en general hincando el pendón del abismo y escriturando el terreno.

La figura del endemoniado no pertenece a un tiempo concreto; la enajenación satánica no es un achaque privativo de cierta época, sino una enfermedad endémica del hombre, una infección sulfurosa que acecha peligrosamente al ser humano cuando abandona su dimensión espiritual. Recórrase la historia y se descubrirá en ella una cáfila de «ilustres» endemoniados que, sin embargo, siempre serán los menos. Una multitud ingente que no pasa de perpetrar sus desatinos autodestructivos ante la escasa platea del vecindario, en presencia de algún transeúnte casual o incluso en la más perra soledad. La ensordecedora catarata informativa que nos aturde a diario lleva entreverada la crónica del endemoniamiento; un sartal de sucesos que son, en realidad, noticias de los endemoniados contemporáneos. No nos dejemos engañar por los cambios de nomenclatura: los endemoniados existen hoy como existieron ayer, y su número guarda, como es costumbre milenaria, relación inversa con el índice de la espiritualidad colectiva.