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Brocha gorda

Escasean los asuntos que se abordan hoy con pincel. No deja de crecer la tendencia de tratarlos, tanto en la conversación cotidiana como en los medios o entre los dirigentes de cualquier ámbito, a golpe de ideas preconcebidas y apresuradas y de sentencias tan equivocadas como inapelables. El empacho de información que facilita internet contribuye también a este estado de cosas, permitiendo que se sostengan formidables desvaríos aparentando relevantes axiomas.

Mucha desafección a la política surge también de este hartazgo hacia el brochazo. La dinámica izquierda-derecha, por ejemplo, se mantiene en las mismas consignas de hace cuarenta años, o de hace más de un siglo para los más jóvenes. Todo ha evolucionado, pero este tema sigue como lo habían dejado nuestros padres o abuelos.

Es lo mismo que unas u otras materias hayan sido asumidas por idearios opuestos. Haya sido la protección de medio ambiente asumida por la derecha tradicional o lo sea hoy por la izquierda la defensa de una Administración pública cuyos cimientos datan del régimen anterior, ni unos ni otros hacen nada para actualizarse, aunque fuera tímidamente.

Estos insisten en impedir la formación de cualquier gobierno que no sea en el que participen. Aquellos lo pretenden conseguir apelando al voto popular y a la dificultad de alcanzar una mayoría parlamentaria. Pero ninguno de los contendientes ha valorado ni tan siquiera el uso del pincel para resolver este lío, único método que nos aseguraría una salida razonable.

"Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie", escribió Lampedusa en"El Gatopardo". Con un marco legal como el que tenemos, resulta inviable cualquier esperanza en que unas nuevas elecciones permitan salir de este berenjenal. Si no se introduce en la Constitución un ligero retoque que contemple que en caso de no obtenerse respaldo parlamentario será elegido automáticamente quien haya logrado más sufragios, como sucede en los comicios municipales, seguiremos metidos en este círculo vicioso el tiempo que sea necesario.

Esta fórmula, sencilla de plantear aprovechando la nueva constitución de las cámaras, permitiría que una tercera convocatoria electoral fuera la definitiva, asegurando por fin un gobierno. Y no se diga que ello no es posible por motivos formales o temporales, porque hemos afrontado reformas constitucionales express en los últimos años sin inconveniente alguno.

El pincel constitucional, pues, es el único que puede desplazar la brocha gorda en manos de los políticos. Querer asumir ese cambio equivale a admitir que el bisturí puede ayudar a resolver un dilema con múltiples efectos secundarios. Y no hacerlo es una nueva y monumental muestra irresponsabilidad, rayana en la insensatez.

La democracia representativa, organizada en torno a los partidos, no prima sobre la participativa, que se traduce en el voto popular en las urnas. No admitirlo así es desconocer la interpretación constitucional y la más elemental comprensión de nuestro sistema. Por eso, se impone trabajar en ese camino, ya que no existe otra alternativa, salvo para quienes todo esto les importa un bledo porque están a lo suyo: juegos florales y brochazos que hacen de la política en algo irrelevante.

De tener que volver a votar, que por favor sea por última vez.

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