Sabemos que el progreso es posible, pero no inevitable; sabemos que hay momentos en los que las costumbres retroceden bajo el peso de la intolerancia y otros en que avanzan. Pero hay un principio de realidad que ningún progreso abolirá. «¿Creéis „le hace decir Voltaire a Cándido„ que los hombres se hayan matado siempre unos a otros como hacen ahora? ¿Que siempre hayan sido mentirosos, granujas, pérfidos, ingratos, bergantes, débiles, volubles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, corruptos, fanáticos, hipócritas y necios?».

Los socialistas (los dirigentes socialistas; algunos dirigentes socialistas) han dinamitado el partido: Caín les anima a cavar con frenesí la tumba que les cobijará tras la última palada. A los demás nos conciernen las consecuencias de sus actos: padeceremos un gobierno que no cree en lo público, que favorece la desigualdad y la corrupción. Es triste, pero, con tantas voluntades empeñadas en conseguirlo, previsible. Desde el primer momento de los últimos cuatro años (por ponerle fecha), los barones han actuado con deslealtad y se han empeñado en demostrar que para alcanzar ciertos objetivos se bastan solos y que pueden prescindir de los adversarios. No me creo lo que dice Ximo Puig. En cualquier caso se equivoca cuando asegura que él «habría dimitido ´de facto´ después de lo que pasó en las elecciones de junio». Querrá decir in pectore. De facto dimitió hace dos días, con los demás. Tampoco es muy normal que quieran coser los remiendos quienes se han dedicado a cortar el bacalao. Ahora Díaz se ofrece a «coser» el PSOE: Susana la Costurera. En la fase anterior del proceso dialéctico ejerció con habilidad el rompe y rasga. Dicen, además, los optimistas que «el PSOE es mucho PSOE», dando a entender que los dinosaurios, por su tamaño, no se extinguieron. Ni el progreso es inevitable, ni el darwinismo ha prescrito.

No es que uno tenga el ingenio mejor, el pensamiento más pronto, la imaginación más nítida y distinta o la memoria más amplia y potente, pero en cuanto vino Puigdemont a València y en cuanto se avanzó el borrador de Marzà, me dije: «Ya verás tú qué pronto saltan y que poco tardan». Y así fue, de inmediato: acusaron de «alta traición» al presidente de la Generalitat, por lo uno, y de querer catalanizarnos, por lo otro. Dicho esto, añadieron que «el Consell busca el enfrentamiento entre los valencianos», claro que a diferencia de ellos, que sólo buscan apaciguar las aguas. Poco importa que la reunión con los catalanes entrara en lo normal y razonable frente a la anormal irracionalidad de los últimos veinte años. Poco importa que el decreto de Marzà peque más por defecto que por exceso. Bonig exclamó en la sesión de control: «Vergonya» y acusó a Puig. Cándido diría: «Quina poca vergonya, Isabel».