El problema de una España sin gobierno o con un mal gobierno no está ya entre mis preocupaciones. Se trata de una inquietud inoperante: no hay nada que hacer. No se sabe qué es mejor: si un gobierno muy malo o un sin gobierno. Así que creer en la socialdemocracia y su capacidad de moderación y de gestión en un espacio de encuentro es lo que me puede llevar a resignarme, acudir al neurólogo para que me trate la templanza y apagar el televisor. Porque muy fácil lo tienen quienes reconocen en Mariano Rajoy a un líder, decente o indecente, indolente pero suyo, quienes dicen no gustar de Mariano Rajoy, aunque lo prefieren a otros y participan de su disminuida visión, o aquellos que viven en este sistema y quieren cambiarlo, sin que se sepa bien de qué modo y modifican sus estrategias de una tarde para otra. Lo peor para los que nos instalamos en el espacio de la socialdemocracia y la apoyamos con nuestro voto, a sabiendas de que creó el llamado Estado de bienestar, con sus aciertos y sus errores, y lo gestionó muy bien en tantas ocasiones, es que vamos a correr el peligro de no tener a quién votar para que ese espacio en el que confiamos, y ahora vemos perdido, no sólo se reconstruya sino que se modernice y responda a los retos de un tiempo en el que se han ido devaluando sus valores y no se ha dado respuesta a los cambios que nuestra sociedad requiere.

Y cuando hablo de esto, no sólo hablo de España, cuya modernización, hasta donde ha llegado, ha sido en buena parte obra del entendimiento socialdemócrata de un país que venía de donde venía. Hablo también de Europa, en la que entramos para disfrutar de sus valores y sus beneficios con una visión socialdemócrata y vive ahora una crisis contagiosa en la que esos valores que la alentaron y la unieron están en peligro de ruina. Así que con este panorama, de haber ahora unas elecciones, que haberlas las habrá, más tarde o más temprano ahora, y luego más pronto que tarde, socialdemócratas se darán en España que se pregunten a quién tendrían que dar su voto para recuperar un espacio perdido. No creo que ni por coherencia ni por decencia, le vayan a pedir al Partido Popular que lo recupere. Tampoco a Ciudadanos por indefinición variable. Ni por supuesto a Podemos por más guiños que les haga de un extremo a otro en la variación de sus formas y sus fondos de hoy para mañana.

Pero tampoco al Partido Socialista Obrero Español de estos días, que no es ni mucho menos el de hace 138 años, ni lo ha sido nunca. Fue un partido resistente, cambiante como mandaban los tiempos, multiplicado en siglas tantas veces y al final convertido, con muchas renuncias en el camino, a la socialdemocracia moderna. Lo que pasa es que ahora ese partido está partido; no sé si en dos, en cuatro o en quince. No me interesan sus cofradías. Pero no fue siempre un partido cohesionado, ni mucho menos, como seguramente podría explicar Alfonso Guerra de sus relaciones con Felipe González y González de sus relaciones con Guerra o con otros. Ni dejaron de alborotarse entre ellos cuando Joaquín Almunia y José Borrell se disputaron la secretaría general del PSOE y el jaleíllo estuvo vivo, aunque fueran menos las televisiones. No digamos nada de la merienda de negros que se organizó cuando Rosa Díez quiso ser la reina del mambo socialista, entre José Bono y José Luis Rodríguez Zapatero, aunque acabara la fiesta en paz con Zapatero de jefe y luego de presidente. O de Carme Chacón con Alfredo Pérez Rubalcaba.

Las luchas de poder en esa empresa, que es lo que son los partidos, y nada de familias amorosamente avenidas, han sido muchas. Ahora bien, repásense las biografías, los discursos y las puestas en escena de aquellos enfrentamientos, y ni la Rosa Díez de entonces gana en vulgaridad a algunos discursos de los que en un bando u otro hemos escuchado en estos días de deplorables enfrentamientos en el PSOE. La ética ha quedado en la sombra, pero la estética ha resultado herida de muerte. La sola aparición de una desconocida para muchos, Verónica Pérez, tratando de imponer en público su autoridad, parecía una escena del teatro del absurdo o una comedia ridícula. Y si pongo a esta señora por ejemplo, que ya se sabía de qué lado estaba, no faltaban los que desde otro lado, fuera el que fuere, montaban un guirigay con argumentos tan incomprensibles para el militante, para el votante y para el ciudadano en general que daba pena el discurso huero y la expresión de las ambiciones interesadas de un lado y otro. Y he dicho argumentos por no decir barullos de corrala. Escuchar a los salvadores y a las salvadoras de discurso ramplón y repetitivo estremecía a cualquier español y a todos los socialistas, de partido o no, que asistieran a una deplorable puesta en escena de las ambiciones bastardas y no de la verdadera política.

Así las cosas, si un partido es una empresa que gestiona nuestros intereses de ciudadanos desde el espacio ideológico de cada cual „la socialdemocracia en el caso de muchos„ y en su consejo de administración y en sus departamentos de gestión se sientan personas que no han superado las pruebas de aptitud correspondiente, seremos los accionistas, militantes o no, que de las cuotas de unos y de los impuestos de otros se nutren las arcas de los partidos, los que tengamos que decidir si la empresa se cierra y se abre otra. En esta, llamada PSOE por el momento, habría que hacer una operación de despidos o cerrarla. La que tuviera que abrirse sí que sería un empeño rentable para los españoles, pero habría que cuidar mucho la contratación de personal. Y, por supuesto, la calidad de sus directivos. No se trataría, naturalmente, de una empresa teatral, pero de dedicarse al espectáculo se vería obligada a cuidar mucho los guiones y, naturalmente, a sus actores. No sé si tener una universidad propia para la reflexión, el desarrollo del pensamiento y el buen uso del lenguaje sería posible, pero no estaría mal que sus dirigentes se empeñaran en eso. Porque no es mala la ambición cuando sirve de estímulo, sí cuando se queda sólo en la intriga y se le ve la oreja en plan burdo; queda claro entonces que más que al servicio de la empresa los ambiciosos van a lo suyo, caiga quien caiga. Y si bien a la empresa no le sobraría buena atención a la cultura popular, incluyendo si se quiere el flamenco, convendría que el casticismo no diera vergüenza al espectador.

En todo caso, este cambio de empresa que se le podría proponer al PSOE en caso de que llegue a alcanzar su resurrección, bien vale para todos aquellos partidos que no acaban de limpiar su casa porque ocultan las vergüenzas y hasta las desvergüenzas y mejor les valdría no reírse de nada. O para los que más que acabar de construir su hogar, recién empezado, parecen decididos al asalto radical de la casa del vecino al menos a empujones. Y, por supuesto, para aquellos que pueden acabar siendo acogidos por sus parientes más cercanos, dejando atrás las distancias y enseñando al fin y con todo derecho, su verdadera oreja.