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Dos grandes

Hoy es el día de nuestra Comunitat. Y también „como vengo sosteniendo desde hace más de veinte años„ el Día de los Enamorados genuinamente valenciano, ahora ya subrayado desde las altas instancias. Pero uno se puede enamorar de mil maneras, y yo lo he estado, limpia y sinceramente, de dos grandes pintores fallecidos con poco más de un mes de distancia: Ximo Michavila y Ribera Berenguer. De estilos dispares, ambos coincidían, sin embargo, en su manera directa, franca y entregada por entero, de entender y practicar el arte que condensaba sus aspiraciones, su destino vital.

Las sombras y luces de la Albufera se desvanecieron en los cuadros de Michavila hasta esquematizarse en delicadas líneas, claroscuros sutiles, grafismos interpretativos, que se abrían a la complicidad del absorto espectador, planteando la geografía abstracta de un panorama inabarcable. Ribera Berenguer era el dominio de lo torrencial. Su pintura se volcaba en el lienzo sin trabas para reordenar un caudal que parecía incontenible en los límites impuestos por una sabiduría primigenia, que partía de aquel revoltijo asombroso de su singular estudio.

Y ya no están aquí. Fácil es ahora recurrir a eso tan socorrido de que sus obras permanecen entre nosotros. Pero yo les añoro a ellos mismos. Más allá del artista, añoro a la persona. Recuerdo en Michavila su trato afable, la prudencia con que juzgaba las actividades ajenas, la cauta pero certera valoración que hacía de su propia obra. Era un interlocutor fácilmente abordable, que dejaba campo abierto al dialogante y le internaba en su propio terreno con suave autoridad. Amaba la música y parecía expresarse con sordina, tan eficazmente como nos entra por los sentidos el leve adagio de una partitura que vibraba igualmente cuando emanaba de sus pinceles.

De Ribera Berenguer se ha destacado mucho su timidez, su introversión. Pero, como todos los tímidos auténticos, irradiaba una calidez especial que acaso provenía de esa concentración, del hondo escondite de su más oculta intimidad. «Fuera de pintar no sé hacer otra cosa; soy un cero a la izquierda», me decía. Era hombre de pocas pero justas palabras, reacio a pompas y esplendores, que liberaba sus emociones, convicciones y códigos estéticos al hacer de la materia pictórica un lenguaje arrollador. Gustaba de citar la frase de un amigo suyo: «Después de la palabra de Dios está la palabra del arte». Y se autodefinía así: «He pasado por muchas etapas; creo que no soy encasillable y, en cierto modo, soy aún un pintor por descubrir. Pero siempre con la esperanza al frente, siempre buscando la estrella». Creo que los dos, Ximo Michavila y Juan de Ribera Berenguer, han encontrado su estrella. El resplandor seguirá alumbrándonos.

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