La fiebre de la agricultura urbana recorre el mundo a medida que aumentan las hectáreas abandonadas en áreas antaño productivas. El huerto urbano, al modo en el que se desarrolla ahora se inventó en Bruselas cuando la Comisión Europea quiso dar contenido agrario a la estrategia Horizonte 2020. La idea era y es lograr territorios menos contaminados y mejor gestionados, con esa etiqueta de sostenibles que aún nadie ha logrado definir con precisión.

Resulta loable buscar la convivencia entre lo urbano y lo rural para definir un nuevo marco de relaciones entre la ciudad y el campo. Claro que sí. Ahora bien, plantar un huerto en una ciudad resulta tan anacrónico como abrir una gran superficie comercial en el corazón de un parque natural. Si se busca obtener productos saludables en armonía con la naturaleza parece un tanto extraño plantarlos en áreas con altas cargas de contaminación. Y esa reflexión nos lleva a una difícil pregunta: ¿es la agricultura un medio o un fin? A esta observación podemos añadir la marginación que sufren las miles de hectáreas abandonadas que yacen esperando que alguien las cultive.

Tomarse la agricultura a la ligera y considerarla una práctica experimental para el ocio de urbanitas aburridos constituye un flaco favor al sector, con profesionales formados y versados en técnicas, tradiciones y tecnologías. Las huertas no pueden reducirse a un capricho de esnobismo urbano temporal. Son recintos vivos en los que la naturaleza fluye y se desarrolla. La tierra requiere atención continua, una relación fluida con el hortelano que mal puede lograrse en espacios que tienen hasta horarios de apertura y cierre. Plantar unas tomateras en la terraza, plantas aromáticas o alguna verdura es otra cosa, más relacionada con la jardinería que con lo agrario.

El caso es que esta idea de acercar al habitante de la ciudad al campo no es nueva en absoluto. El precedente más elitista es el de María Antonieta, reina de Francia y emperatriz del esnobismo de su tiempo. Para huir de la Corte de Versalles encargó en 1783 su propia aldea normanda en la que disfrutaba de los encantos de la vida en el campo, rodeada de damas de compañía. Todas ellas vestidas como campesinas de lujo. Aquel conjunto se convirtió en una explotación agrícola dirigida por un granjero, cuyos productos abastecían las cocinas del palacio. Nobles como el príncipe de Condé de Chantilly contaban con granja particular. Aquellos parques temáticos agrarios servían para descargar las frustraciones de la vida mundana, igual que los actuales.

Doscientos años más tarde la Unión Europea se lanzó a conquistar la nueva agricultura urbana y la enmarcó en un proceso de actividades complementarias que incluyen proyectos educativos, el fomento del empleo local y un mayor aprovechamiento del agua de lluvia y residuos alimentarios, entre otras cuestiones. Las conclusiones de varios años de trabajo se encuentran publicadas en el libro Urban Agriculture Europe. Los resultados son más bien discretos.

Lo cierto es que la agricultura urbana se practica desde que la Revolución Industrial separó el campo y la ciudad. Entre los ejemplos figuran el modelo de Ciudad Jardín y Ciudad Lineal; los huertos escolares de la Institución Libre de Enseñanza, en Madrid; los cultivos femeninos del Women´s Land Army o las huertas surgidas durante el corralito argentino. También han proliferado mini campos de hortalizas en lugares golpeados por la crisis como Grecia y Detroit (Estados Unidos). Hubo huertos indignados en la Puerta del Sol y en la plaza de Cataluña durante el 15M y en Nueva York, durante el Occupy Wall Street. En esos casos, las motivaciones iban más allá de lo agrario o ecológico para pegarse a cuestiones ideológicas que ligan la agricultura a planteamientos comunales de la vida ¿Estamos ante una agricultura ideologizada?

Otro de los proyectos más chocantes de promoción de cultivos en suelo urbano se da en Cuba, el único país del mundo que daba dos cosechas anuales de caña de azúcar, con una agricultura completamente arrasada. Ninguno de estos ejemplos ha conseguido desplazar la idea de la agricultura tradicional.

Tampoco lo han logrado libros como La granja urbana, de Novella Carpenter, que cuenta las dificultades de una bióloga de Seattle para montar su granja en uno de los barrios más violentos y deprimidos de Oakland (California). La obra es una reflexión sobre todas las cosas de la vida natural que se pierden los urbanitas. Quizás los huertos urbanos puedan paliar esas carencias en parte, lo que nunca conseguirán es reproducir la vida del campo en la ciudad. Ni falta que hace.