Mi retina aún guarda la imagen de una televisión en blanco y negro. Hoy, las tecnologías han creado las pantallas de plasma, curvas, sonidos envolventes, que nos ofrecen imágenes casi reales. Uno puede imaginar un futuro donde además nos transmitan olores, sabores, tactos, de forma que nuestros sentidos sean partícipes de lo que la cámara esté captando.

Tal vez entonces despertemos el sentido que va unido a la propia alma del ser humano, a su esencia misma. Así podremos mancharnos con el polvo que se forma cuando una ciudad sucumbe en un asedio, el olor a metal penetrando por nuestro olfato tras un bombardeo, vivir la experiencia de vivir en un campo de refugiados, la nostalgia desgarradora del que deja atrás su hogar, el calor tan especial de la sangre cuando contacta con nuestra piel al abandonar sus conductos naturales; sentir la angustia, la desesperación por la pérdida de nuestros seres queridos. Ya no seremos espectadores: en cierta forma, nos habremos convertido en protagonistas desde la lejanía.

Pero mientras decidimos si queremos que llegue este futuro tecnológico, los propios medios se ocupan, de forma no intencionada, de producirnos una desensibilización sistemática ante la tragedia. El cuerpo inerte de Aylan, en la playa con tres años; el silencio atronador de Omran, de cinco años, sobreviviendo al bombardeo; el padre que cae con su hijo en los brazos zancadilleado por una miserable... son algunos de los miles de ejemplos que, tras el primer impacto de la imagen, acaban en el olvido.

El pulsómetro social del que tan pendientes están nuestros actuales dirigentes se puso en marcha tras los violentos atentados de París, y les hizo ver que el miedo es más poderoso que la solidaridad, y que, por lo tanto, lo acertado era asumir la actitud hipócrita de señalar a los gobiernos centrales como únicos culpables de la inhibición solidaria hacia el refugiado. Había que sacrificar la actitud humanista por el utilitarismo del político profesional que quiere seguir en su cargo.

Ya no hay viajes de la vicepresidenta a los campos de refugiados. Ya no se prometen barcos enarbolando la bandera de la solidaridad. Ya no hay declaraciones rimbombantes ofreciendo el emblemático veles e vents para dar acogida al que huye del horror. Ya no se menciona la red de ciudades refugio. Ahora el pulsómetro de esta nueva izquierda aconseja sosiego con la tragedia.

Sinceramente, no sé qué me da más asco: si la utilización de los dramas vistiendo el traje de la mentira por parte de unos, o el silencio del centro derecha.