Sé que es una batalla perdida, pero será mejor librarla y perderla que perdérsela. Estoy totalmente en contra (¡y a mí qué!) de las cámaras de vigilancia penitenciaria que han puesto en el cauce. Y, ya que estamos, de todas las cámaras de vigilancia que inundan las calles, los comercios y las entidades de todo tipo de la ciudad convertida en un panóptico carcelario o en un panpanóptico: ya no es un ojo que todo lo ve, dios providente, sino un montón de ojos viéndolo todo: pura pornografía y promiscuidad de las miradas. (Es más, y ya que me he puesto radical y podemita, también estoy en contra del voyeurismo voluntario: del colgarse de las redes sociales, de los que te roban el alma con el móvil, de los Grandes Hermanos de las televisiones y, ¡toma ya!, de los turistas fotoadictos o fotofílicos que ven en diferido para ver que vieron). Así pues, entre las cámaras ocultas y los drones del mito de Bourne que nos arrebatan clandestinamente la intimidad y la imagen, la particularidad y la confianza, y las cesiones voluntarias que provoca la moderna y pandémica enfermedad del exhibicionismo, dándole la vuelta al calcetín de la nada, esto es una carnaza y todo espectáculo, un mira quien mira que nos está mirando. Dicen los polis y quienes tienen un modo de pensar policial, que las cámaras nos ofrecen seguridad, nos dan confianza y permiten controlar la delincuencia. Es mentira. Creo que no es así: todo lo más, y ocasionalmente, les facilitan el trabajo. Es más, resulta curioso que hablen de confianza cuando las cámaras son una expresión tecnológica y extrema de la desconfianza: te miro porque no me fío. ¿Entonces, qué? Pues un fundido en negro refugiado y que quiten las cámaras: necesito un poco de intimidad y de secreto e incluso, en el trayecto del conócete a tí mismo, espero encontrarme alguna aldea gala, alguna sombra y rincón que se resista a la lucidez. En fin. ¿Y tú qué miras? ¿Quieres hacer el favor de no mirarme?

Dicen las malas lenguas que el decreto del plurilingüismo alienta las denuncias contra la inmersión lingüística. Lo cierto es que, si nos atenemos a los hechos (principio de realidad), la inmersión lingüística realmente existida y existente, la que vehiculiza la educación en castellano, ha resultado un fracaso respecto al conocimiento y el uso del valenciano. Para muchos. Sin embargo, creo que es sensato pensar que al contrario no sucedería a la inversa: no veo de qué manera, la inmersión lingüística en valenciano aumentaría el desconocimiento del castellano o dificultaría su uso. Para nadie. De todas formas, y como soy un gran defensor de la libertad de elección de los padres para todo tipo de cuestiones, incluidas las curriculares y las extracurriculares y enemigo de la mayoría de edad de los demás, defiendo que a mi niño me lo inmersionen debidamente en el latín de los clásicos, sin ahogármelo en el piélago de los deberes. Y digo que lo que digo es sensato por si Bonig tiene a bien incluirlo en esa refundación del partido: ese «regionalismo sensato» que, sin embargo, no pierde el favor de los sectores procedentes de UV. Ya está.