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Del rigor mortis a Halloween

Traducida la expresión latina «rigor mortis» en su estricta literalidad significa rigidez cadavérica y sus consecuencias han tenido hasta hace pocos años un acompañamiento fúnebre, de duelo, muy duro y estricto. La muerte ocupaba un espacio de gran respeto y seriedad en nuestra sociedad, que ahora se ha trocado en todo lo contrario, la fiesta de Halloween, en las fechas en que se recordaba y veneraba la memoria de los que ya se fueron de entre nosotros. Se moría alguien y la viuda le guardaba dos años de estricto luto, toda ella vestida de negro y con pañuelo negro en la cabeza.

Si era fallecida, el viudo o hijos llevaban una cinta negra en las chaquetas, a la altura del brazo. Su muerte llevaba aparejada todo un ceremonial, en el que la Iglesia desplegaba toda su potencia. El sacerdote acudía con cruz alzada a los domicilios a llevarse el féretro que conducía a pie hasta el mismo cementerio. Si la familia del difunto lo podía pagar, el entierro y la Misa era de tres clérigos, y si el poderío era total se contrataba cabiscols que cantaran en el entierro, camino del cementerio, el Benedictus, -con el final «inluminare his qui in tenebris et in umbra mortis sedent ad dirigendos pedes nostros in viam pacis»-, y la Misa de Requiem. Todo ello con un amplio acompañamiento de campanas, del «tocar a morts», que llenaba el paisaje sonoro matinal y vespertino de nuestros pueblos. Todo era austero, grave, serio, profundo, seguido el día de autos de una larga tanda de jornadas en que se rezaba el rosario, con asistencia de un numeroso grupo de personas, en la casa del finado.

Hoy los curas ya no van a por el féretro, gesto que le daba solemnidad e importancia a quien se despedía, ni se le acompaña hasta el camposanto, cosa que expresaba una cierta compañía en el dolor y el sentimiento, solidaridad sobre todo con el fallecido y su familia. En el sacramental de los entierros de hoy los curas reciben y despiden a los muertos en la puerta de la iglesia.

Se descafeinó la liturgia religiosa fúnebre, pero más aún ha ido a menos, sin sustancia humana, la pompa civil. Los muertos ya no se quedan en casa, molestan, y son llevados de seguida a tanatorios, hoteles de día con cafetería incluida. A los cadáveres se les arregla, maquilla, tienen que estar bien para su exposición en los escaparates de su última morada. Se les viste con sus mejores ropas. Se les rodea de flores. Hay un cierto intento de disimular el hecho.

Por demás, el día de Todos los Santos fue siempre el día de visita a los cementerios, para lo que se limpiaba las lápidas, nichos, panteones y tumbas, engalanadas para la ocasión con flores. Y el siguiente, Día de Difuntos, todo el mundo, creyente y no, por si acaso, acudía a las iglesias a «oir» tres Misas rezadas seguidas. La noche intermedia las casas se llenaban de «ninetes», «animetes» lucecitas en «llanties d´oli», una por cada fallecido de la familia. En torno a ellas, multitud de costumbres, leyendas y tradiciones, cada pueblo las suyas.

La muerte ya no es omnipresente en nuestra sociedad actual, se piensa poco y mal en ella. La finitud es para todos, la muerte nos iguala a todos. Aquí nadie se queda. Y de la imponente gravedad dramática hemos pasado a la gran fiesta de Halloween, carnavalesca y botellonera. Una americanada, All Hallows' Eve, la Víspera de Todos los Santos, la Noche de Brujas o el Día de Brujas, de ancestros celtas, que nos ayuda a no racionalizar la muerte, a no mirarla de frente, a no querer entenderla. Fruto de la ley del péndulo antropológico, del excesivo rigor a la excesiva liberalidad, de nuevo sin percatarse del «in medium veritas».

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