Este año dedico el Seminario de Filosofía Española Contemporánea al problema de la filosofía y su lugar en el conjunto de saberes. Ya conocen a qué me refiero: las viejas polémicas de Ortega, Aranguren, Sacristán, Bueno y García Calvo. Espero que pueda salir un librillo, cuaderno, panfleto o como se quiera llamar. Espero que sea una contribución serena para identificar el sentido de la filosofía en la actualidad, su importancia y su especificidad como saber. De ser así, debería derivarse un lugar funcional en la institución universitaria, algo que hoy por hoy es una cuestión disputada.

Repasando uno de aquellos entrañables textos, me encontré con un pasaje de Manuel Sacristán que juzgo relevante. Se halla en la página 46 del cuaderno Tres lecciones sobre la universidad y la división de trabajo, un texto del lejano año de 1972. Me sorprendió por su clamorosa actualidad. Tanto, que sería mejor copiarlo aquí y acabar mi artículo. Pero la transcripción no es un género periodístico. Así que ensayaré algún tipo de comentario. La cuestión versa sobre las contradicciones del capitalismo contemporáneo, algo que no me negarán ustedes que está de actualidad. Sobre ellas dice Sacristán que ofrecen solo una condición necesaria, un «fundamento o posibilitación» de lo que él llamaba un proceso revolucionario y hoy llamaríamos un proceso de cambio. Las contradicciones del capitalismo generan la posibilidad objetiva de un cambio social profundo.

Pero Sacristán añade que los elementos superestructurales, y directamente la política, «son el otro campo necesario de la dialéctica del cambio». Así que a la posibilidad objetiva, económica, necesaria, se tiene que añadir la posibilidad subjetiva, política, no menos crucial. Sólo el conjunto de los dos elementos forja la condición suficiente del cambio. A la hora de analizar esta condición específicamente política, Sacristán no solo desea tener en cuenta la voluntad consciente que apuesta por el cambio, sino también la voluntad política no menos decidida que apuesta por la resistencia, la reacción y la inercia. Cambio y resistencia, en su lenguaje revolución y contrarrevolución, son los campos en lucha del polemós que se juega sobre la misma arena: un capitalismo plagado de contradicciones.

En este orden de cosas, Sacristán denunció el «fatalismo mecanicista» socialdemócrata, el socialismo de la II Internacional, según el cual, cuando esas contradicciones objetivas estuvieran maduras, la revolución caería por su propio peso. Sólo habría que esperar. Esto era un lugar común en la teoría comunista desde los ataques de Lenin a la socialdemocracia alemana de Bernstein y Kautsky. Nada nuevo. Sin embargo, Sacristán, en un ejercicio de agudeza que hoy nos sorprende por su actualidad, dijo que había un segundo «fatalismo mecanicista» que compartía esta misma actitud profunda de la socialdemocracia. Se trataba del fatalismo mecanicista «extremista». Es muy complejo identificar lo que el increíblemente lúcido Manuel Sacristán, uno de los filósofos más integros de la segunda mitad del siglo XX español, quería decir por «fatalismo mecanicista extremista». Pero para no confundirnos en la identificación conviene analizar de cerca su texto.

Lo que deseaba ante todo Sacristán era no confundir la «práctica revolucionaria de la sociedad», la práctica real de cambio, con algo que se le parecía superficialmente, pero solo en apariencia. Eso que en apariencia parecía una práctica de cambio de la sociedad lo describió como «el abstracto activismo politiquero con una epidérmica agitación de ´alta política´ coyuntural». A sus ojos, ese activismo no tenía nada de revolucionario ni formaba parte de la genuina dialéctica de cambio. No era la necesaria condición subjetiva que debía compaginarse con la condición objetiva de las contradicciones del capitalismo. Sin duda, no todo está claro acerca de cómo reconocer este activismo, o como identificar su condición de abstracto y politiquero. Pero al menos todo lo que se presente como una »agitación epidérmica» es un candidato a estudiar. Para proponer la noción de «politiquero» podríamos establecer como criterio que la agitación se haya decidido en las altas esferas de la política, vale decir, en la cima de los aparatos de los partidos, y no en la sociedad. Lo de coyuntural lo entiende cualquiera: esa agitación epidérmica decidida por las altas esferas desde sus arcana particulares, suele invertir otras decisiones previas. La justificación: la coyuntura, una mención por la que cualquier decisión estaría legitimada a fortiori.

¿Por qué este activismo politiquero compartía premisa y actitud con el fatalismo mecanicista de la socialdemocracia? Porque consideraba que si las contradicciones objetivas del capitalismo estaban dadas, ya estaba todo hecho: no era preciso forjar un sujeto político adecuado, sino solo limitarse a recoger, expresar, canalizar o alentar esas contradicciones, que serían la verdadera realidad política. Cuanto más se convirtiera una fuerza política en sismógrafo, en espejo de esas contradicciones, más fiel sería a la realidad y más acompañaría a una revolución que no tendría lugar en la política, sino en la objetividad de la vida económica. Ese mecanicismo obligaba al partido a incentivar «la agitación epidérmica». De este modo, la alta política extremista consistía en anularse como política transformadora, tanto como se anulaba la socialdemocracia. Esta esperaba a que el capitalismo entrara en crisis total. La alta política extremista se anulaba en tanto mera registradora de las contradicciones del capitalismo. Como si las contradicciones del capitalismo no fecundaran igualmente la contrarrevolución. Como si la derecha no tuviera sus propios registradores de la crisis. La política, como condición subjetiva del cambio social y como proceso práctico creativo, no es una réplica especular de las agitaciones epidérmicas de una sociedad.

Lo más interesante del comentario de Sacristán viene ahora. Lo que él tenía en contra de este mecanicismo fatalista extremista es sencillamente que se asentaba en una concepción falsa del «proceso histórico». En realidad, acompañar, notificar o incentivar la agitación social epidérmica no fue nunca la teoría de nadie que se propusiera poner la mano en la rueda de la historia. Esa no es sino la más roma de las ideas de coyuntura. Desde ahí no se puede iluminar el proceso de una práctica transformadora de calado, pues todo eso no lleva sino al oportunismo teórico y al caos. Todo este conjunto de actitudes, sin embargo, no es algo normal en un partido transformador. En realidad, es más bien la consecuencia de algo más profundo. Sacristán lo vio así y dijo que, además de proceder de una concepción falsa de lo que era el proceso histórico, era el fruto de algo muy concreto. Lo diré con sus palabras: era «fruto de las situaciones de derrota temporal de la clase ascendente». Esas derrotas temporales de las fuerzas del cambio podían obedecer a tres posibles causas. Las dos primeras podían ser genéricas a cualquier fuerza política. Se trataba de la desorganización interna o del aplastamiento represivo. Pero la tercera era la inevitable consecuencia de la falsa concepción del proceso histórico. Sacristán la describió así: «Falta de objetivos intermedios claros». Incluso podríamos reforzar esta idea diciendo que cuando uno se equivoca en los objetivos intermedios (por ejemplo, vencer a una fuerza de izquierda como prioridad a vencer a una conservadora), entonces hay una alta probabilidad de cosechar una derrota temporal y de que emerjan, inevitablemente, los síntomas del fatalismo mecanicista del extremismo.

Sacristán es un héroe intelectual español indiscutible de los años de niebla del franquismo. Su honestidad sólo está a la altura de su compromiso y de su penetración. Hay que escribir folletos, cuadernos, panfletos de intervención. Por ejemplo, me gustaría leer uno donde se explicase qué significa hoy ser anticapitalista. Incluso podría escribirlo. Pero todavía antes de escribir los nuevos panfletos, se deberían leer con atención extrema los antiguos folletos de Sacristán. Considero que nadie tiene legitimidad para hablar de rigor, dignidad y altura intelectual sin discutir las tesis expuestas en ellos. Este podría ser un bonito debate.