Vivimos en tiempos de cambio que invitan a romper viejos moldes y emprender iniciativas atrevidas. Nada tiene suficiente entidad para sorprendernos. Tanto es así que no me extrañaría leer en la prensa que el escritor Haruki Murakami había sido designado para los premios Grammy como reconocimiento a que, en la década de los setenta, regentó un local de jazz „Peter Cat„ al norte de Tokio, y a que gran parte de su producción literaria está plagada de temáticas musicales tanto de rock, jazz como de música clásica. Ya en el límite del absurdo, puede que tampoco me sorprendería que se propusiera a José Luis Perales como candidato al Premio Cervantes («¿Y cómo es él? /¿En qué lugar se enamoró de ti?/¿De dónde es?/¿A qué dedica el tiempo libre?») por la contribución de sus canciones a difundir una poesía popular fácil y asimilable a través de sus canciones.

Vienen estas reflexiones a colación de la extravagancia que para algunos supone „y yo me incluyo„ la concesión del Nobel de Literatura al cantautor estadounidense Bob Dylan, posiblemente un demérito para tan insigne galardón literario y una afrenta a la relevancia social de la literatura, sobre todo ahora que el hábito de leer es tan infrecuente. Han trascendido a la opinión pública tanto críticas a la concesión de este premio como también elogios fundamentados muchas veces en disparatados argumentos, como especular con que antes de Dylan no había una poesía del siglo XX lo suficientemente innovadora para ser el relevo de las ortodoxas métricas y rimas decimonónicas.

En el año 2000, Bob Dylan ganó el Premio de Música Polar de la Real Academia Sueca de Música. En 2007, el Príncipe de Asturias de las Artes. En 2008 recibió un reconocimiento honorario del Premio Pullitzer. Y nadie habrá escuchado ni leído crítica alguna por mi parte, sino más bien elogios ante tales reconocimientos. No obstante, aunque Dylan sea un buen poeta y no un letrista convencional, me parece un despropósito que con su Nobel hayan quedado en la cuneta Philip Roth o Haruki Murakami, dos literatos de verdad cuya narrativa me fascina tanto o más que las canciones de Zimmerman. Que las letras de este cantautor sean unos buenos poemas, no debería haber bastado para incluirle en el Olimpo literario de Thomas Mann, William Faulkner, Ernest Hemingway, Pablo Neruda o José Saramago entre muchos otros.

Si los estatutos del testamento de Alfred Nobel lo permitieran, sería más sensato crear un Premio Nobel de Música destinado sólo a compositores, cantantes, instrumentistas o directores orquestales, que no concederle un Nobel de Literatura a un cantante con sólo dos libros publicados: una recopilación de prosa poética de la década de los sesenta y una autobiografía.