Recién reflexionaba Tomás Llorens sobre el resultado del modelo de museo gestado en la transición; y si bien asignaba éxito y porvenir para el Museo del Prado, el Reina Sofía, el Arqueológico, el Thyssen e incluso el Sorolla, ejemplificaba el fracaso del modelo con los casos de los museos de Valencia y de Sevilla. Y proponía tres condiciones necesarias para superar ese fracaso: apartarlos de la lucha partidaria, dotarlos de recursos suficientes y, finalmente, dotarlos de autonomía para que su estrategia y su gestión estén en manos de profesionales del propio museo. Nada que objetar, aunque en el caso de nuestro museo la lucha partidaria deba ser entendida además como el desentendimiento de los propietarios y gestores hacia la institución.

La situación de los museos de Sevilla y de Valencia es muy parecida: ambos pelean por ser la segunda pinacoteca del Estado, sin darse cuenta de que tienen todas las posibilidades de ser la primera pinacoteca de sus respectivos territorios y sin que la comparación con el Museo del Prado, tenga, por razones obvias, sentido.

Si hablamos de los respectivos contenedores arquitectónicos, podemos encontrar también un cierto grado de similitudes; en el caso de Valencia, las penúltimas obras del programa ideado en los ochenta concluirán este año y quedará solo por mejorar la relación del museo con su entorno, actuación en la que ya se está trabajando: cualquier nueva ampliación del edificio obliga a dar un salto cualitativo sobre su actual impronta urbana. En el caso del museo de Sevilla se está en fase de iniciar la ampliación sobre el palacio de Monsalves, una vez descartada, afortunadamente, la extensión del edificio por el jardín de la calle Miguel de Carvajal; esta nueva ampliación supondrá, como en el caso valenciano y en el del propio Museo del Prado, la pérdida de la continuidad edilicia.

Pero no debemos asustarnos de los museos nunca terminados o en continua expansión: es razonable que sea así; al fin y al cabo, la reflexión sobre la capacidad del contenedor arquitectónico para asumir el deseable crecimiento de las colecciones ha sido y es objeto de permanente debate entre arquitectos y museólogos. O ¿de qué hablamos cuando el Museo del Prado acaba de convocar un concurso para la incorporación del antiguo Salón de Reinos a su programa inmobiliario? Por lo tanto, ahora que en Valencia se está finalizando la expansión prevista hace treinta años, es el momento de diseñar el nuevo modelo arquitectónico del museo y establecer las bases para que el vecino Monasterio de la Trinidad pueda a medio plazo, integrarse en el mismo. La ventaja de Sevilla es que el palacio de Monsalves es propiedad de la Junta de Andalucía, mientras que la Trinidad lo es del Arzobispado, pero nadie dijo que esta iniciativa fuera a ser sencilla.

Respecto de la organización administrativa, y a pesar de los esfuerzos realizados en el último año, está todo por hacer. El museo de Valencia se rige por el convenio suscrito entre la Generalitat y el Ministerio de Cultura en 1984; años después, el Consell promulgó en 1991 y 1996 sendos decretos que desarrollaban parcialmente su estructura y que han ido perdiendo vigencia con las sucesivas actualizaciones de funcionamiento de la Conselleria de Cultura. La creación de un organismo autónomo, para lo que se necesita no solo el consenso entre las fuerzas políticas valencianas sino el acuerdo con la Administración del Estado, es la prueba del nueve del compromiso de los gestores políticos valencianos con el Museo. Claro que hay que reivindicar la propiedad de los inmuebles y de los fondos, pero hay que hacerlo desde y para un museo fortalecido, autónomo y capaz de desarrollar una gestión impecable sobre sus colecciones. Hay aquí una clara opción de política cultural a medio plazo que puede y debe ser objeto de evaluación: una acción de calado de las que acaban testimoniando, con el paso de los años, el éxito de una acertada gestión cultural. En Sevilla, la situación no es mucho mejor; el museo es desde 2014 un servicio de gestión diferenciada, lo que no es gran cosa, aunque le asegura un papel en el organigrama administrativo.

Y a la vez que está clara la tarea política hay que definir el compromiso de la sociedad valenciana con la institución. El Museo de Bilbao, otro de los considerados de éxito a pesar de sus especificidades, obtiene de sus patronos civiles cerca del 20 % por ciento de sus casi ocho millones de euros de presupuesto anual; el Museo de Valencia no tiene ningún patrocinador ( y creo que el de Sevilla tampoco). No es suficiente con presumir de poseer la mejor colección de pintura gótica de España, ni de la magnífica edad de plata del arte valenciano, si no se es capaz de ir más allá en el compromiso y se consigue una apuesta sólida y veraz desde el mundo empresarial y mercantil valenciano hacia sus instituciones más representativas. No deja de ser curioso el estudio del elenco de donantes del museo: ni una sola institución ni una sola sociedad mercantil; tan solo generosas actuaciones personales que han contribuido a lo largo de la historia a la formación de una colección excepcional y única, como lo acreditan las numerosas peticiones de préstamo que se reciben desde los más prestigiosos museos europeos y americanos. Está todo por hacer en este campo. Implicar a la sociedad valenciana en la mejora del museo es tarea apasionante que requiere de una institución abierta y flexible para hacer viables esas operaciones de doble ganancia que son la base de cualquier patrocinio. No se puede olvidar que hay, en estos momentos, significativas colecciones valencianas cuya vinculación al Museo de Bellas Artes ha de ser considerada tarea prioritaria.

La reciente elaboración del plan museológico, documento incomprensiblemente pendiente desde 2005, ha propuesto el concepto de «museo de arte valenciano» como idea rectora de la institución, al mismo tiempo que apuesta por un museo de bellas artes que supere su habitual calificación como pinacoteca. El plan museológico „un auténtico plan director de la institución„ necesita para su desarrollo de diversos programas, entre los que destaca el expositivo, que ha de implementarse mediante un proyecto museográfico y su posterior ejecución. Existe compromiso por parte del Ministerio de Educación y Cultura para asumir ambas iniciativas que permitirán reordenar las colecciones y proponer nuevas formas de explicarlas.

Pero no son tareas fáciles, ni sencillas, ni breves: el objetivo debe fijarse en reinaugurar la totalidad del museo, incluyendo las salas restauradas, con el nuevo montaje a finales de 2018 o principios de 2019. Para ello hay que iniciar una intensa campaña de restauración de los fondos en la que, ante la crítica situación de la plantilla de restauradores del Museo, tanto el Instituto Valenciano de Conservación y Restauración como el Instituto del Patrimonio Cultural de España han de jugar un papel fundamental; y aquí la dotación económica no solo ha de ser estatal, sino que ha de tener un fuerte componente valenciano ya que el recurso a los profesionales valencianos constituye tanto una medida de fomento de la actividad económica local como un reconocimiento a su elevada cualificación. Hacer museo también es hacer tejido empresarial.

El museo tiene pendiente definir sus relaciones con las universidades valencianas; de la misma manera que tiene que comenzar a definir una política expositiva propia que le permita coprotagonizar grandes muestras en las que los fondos del museo jueguen un papel determinante. La política expositiva y el proyecto editorial son fundamentales para que nuestro museo sea considerado no sólo como el contenedor de una espléndida colección, sino como el principal instrumento para dar a conocer las grandes obras del arte valenciano: pero tanto la política expositiva como la editorial necesitan recursos. La relación con las universidades ha de permitir nuevas formas de acercamiento a las colecciones y a la manera en la que éstas deben ser mostradas, pues entre los principales retos del nuevo discurso museístico están tanto la trasmisión como la aprehensión del conocimiento: de nada vale conservar ni incrementar las colecciones si no hay una adecuada recepción social.

Pero no caben engaños: el enorme esfuerzo que realizan los profesionales del museo ni es sostenible ni es suficiente para cubrir siquiera la mitad de estos objetivos. Así lo han visto los miembros del Patronato, que se han sorprendido, al conocerla en detalle, de la precariedad de medios humanos y económicos con los que cuenta la institución. Sin una adecuada dotación de personal y unos recursos proporcionales, el museo seguirá languideciendo, peleando por ser la segunda pinacoteca del Estado sin darse cuenta de que realmente pelea, en términos futbolísticos, por la permanencia en Primera, mientras sigue perdiendo su capacidad referencial en la sociedad valenciana.

Por otra parte, hay indicadores que hacen pensar que en estos momentos se piensa en serio en el museo: las recientes y ágiles adquisiciones de la tabla de la Virgen de la Leche del Maestro de Perea por parte de la Generalitat, o de la Flagelación de Cristo de Vicente Castelló por el Ministerio de Cultura deben ser así consideradas. El Museo de Bellas Artes está en condiciones de protagonizar un nuevo modelo de museo en el que se redefina el compromiso de la Generalitat Valenciana y el papel del Estado: es un gran reto de política cultural que tiene plazo.