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Matonismo

El sábado pasado vimos en el Congreso algo que nunca había sucedido en casi cuarenta años de democracia parlamentaria: una tensión y unas amenazas que podrían haber desembocado fácilmente en una pelea a puñetazos.

De vez en cuando vemos esas escenas en los informativos: un grupo de parlamentarios sacudiéndose de lo lindo entre los escaños de un parlamento. Son escenas que a veces hacen gracia „siempre hay alguien que esgrime un zapato con furia desmedida sobre la cabeza de un bedel, o un pobre hombre al que le arrancan el peluquín a base de tortazos„ pero en realidad son uno de los espectáculos más tristes que se puedan contemplar. Los hemos visto en Ucrania, en Kosovo, en Turquía y en algunas repúblicas exsoviéticas (Turkmenistán, quizá, o Kazajstán), y aunque sean divertidos y sirvan para ganar miles de espectadores en los programas de risas enlatadas „unos espectadores, por cierto, que están convencidos de que esas cosas nunca les pasarán a ellos en sus propios parlamentos„ esas peleas no auguran nada bueno. De hecho, Ucrania vivió una guerra civil al poco tiempo de producirse la pelea a puñetazos en el parlamento. Kosovo es un país independiente al que casi nadie se toma en serio y que ni siquiera ha sido admitido en la ONU. Y Turquía ha pasado de ser un país estable que aspiraba a ingresar en la Unión Europea a convertirse en una satrapía gobernada por un megalómano que cierra universidades y periódicos como quien elimina marcianitos en un videojuego. Y no hay mucho que decir de las repúblicas exsoviéticas donde apenas hay democracia ni nada parecido a un debate político, sino chanchullos y corrupción y votaciones amañadas.

El sábado pasado vimos en el Congreso algo que nunca había sucedido en los casi cuarenta años de democracia parlamentaria: una tensión y unas amenazas que podrían haber desembocado fácilmente en una pelea a puñetazos. Además, el tono de matonismo de algunas intervenciones „sobre todo las de Pablo Iglesias, Gabriel Rufián y el diputado de Bildu de cuyo nombre no consigo acordarme„ parecían más propias del parlamento de Turkmenistán „esté donde esté Turkmenistán„ que de un país de la Unión Europea. Desde los tiempos de Antonio Cubillo, un independentista canario que tenía oscuras conexiones con los servicios secretos argelinos, nunca se había visto nada igual en nuestro parlamento. Y lo peor de todo es que esas intervenciones cargadas de odio irracional parecían premeditadas, como si formaran parte de un guión deliberado para caldear el ambiente en un partido de fútbol o en uno de esos infectos realities de la televisión basura. Todo muy pensado, sí, pero sin calcular jamás las consecuencias.

El problema que tiene la gente que protagoniza esos incidentes es que demuestra tener muy poca experiencia de la vida y mucha menos imaginación (de la inteligencia mejor no hablar). Todos ellos „tanto Iglesias como Matute como Rufián„ han crecido y han vivido en un régimen tan civilizado y tan estable „sí, civilizado y estable„ que no son capaces de entender que pueda ocurrir nada que sea irreparable. Ellos creen, en su perversa ingenuidad, que por mucho que se tense la cuerda o que se hagan acusaciones incendiarias, el Estado seguirá funcionando de maravilla, así que los colegios seguirán abriendo puntualmente a las ocho de la mañana y los empleados públicos seguirán cobrando su sueldo. Da igual lo que prediquen o lo que hagan o lo que voten „la independencia ilegal de un territorio, el desmembramiento territorial, la impugnación de la democracia parlamentaria, lo que sea„, porque al fin y al cabo, pase lo que pase, todo seguirá funcionando igual de bien y nadie tendrá que pagar las consecuencias. Ocurra lo que ocurra, nunca se producirá una quiebra de la Seguridad Social ni un hundimiento económico „o un crecimiento de la desigualdad„ superior al que ya se ha producido en los años de la crisis. Y por la misma razón, estos políticos están convencidos de que nunca va producirse una pelea a puñetazos, por mucho que insulten y que provoquen y por mucho que aticen el odio. O si se produce esa pelea, siempre la ganarán ellos, es decir, el pueblo soberano „la gente, los incorruptos, los que jamás se equivocan„, así que se les aclamará en las calles y aquí paz y después gloria. Y gloria, para ellos, significa democracia real y fin del capitalismo. O independencia (es decir, felicidad y prosperidad garantizadas por los siglos de los siglos).

Si no viviéramos en una sociedad adolescente, hasta el más tonto se daría cuenta de que esta estrategia es muy peligrosa porque las fracturas sociales empiezan con peleas a puñetazos en el parlamento pero no se sabe dónde pueden terminar. No hay sociedades que estén a salvo de nada, por muy seguras y estables que se crean, como quizá comprueben en Estados Unidos si gana Donald Trump, un hombre que ha hecho del matonismo y del desprecio a las instituciones su mejor herramienta electoral (igual que en España hacen Pablo Iglesias y Rufián y Bildu y tantos otros, aunque jamás en la vida querrán reconocerlo). El problema es que vivimos en una sociedad adolescente. Y todos los adolescentes se creen invulnerables. Y peor aún, incapaces de equivocarse. Mal asunto.

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