Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Postal de Madrid

Hacía años que no pasaba por Madrid excepto para subirme a un avión en Barajas. Los bares, llenos, y a reventar a la hora del aperitivo. Terrazas al sol, vermut de grifo. Mucha gente de pie ante la barra o minúsculas repisas dándole al doble de cerveza con ración de pulpo a la gallega. No sé si se ha animado el consumo en general, pero en los bares del barrio literario, no se cabía. Antes, aquí en Valencia, mientras espero a que Mike & Mona interpreten su repertorio de coplas en El café de les hores, una pareja de alemán y española me confiesan: «Dejamos Madrid por Valencia porque tiene todos los servicios, mar y buen clima y no agobia». Madrid ya ha conseguido que sus hoteles sean tan caros como lo son los de Barcelona desde hace años. Descubro mi hotel en pleno barrio de Canillas, tan obrero que aún tiene ropa tendida de muchos colores y aunque los jardines se robustecieron y el barrio se volvió tan pijoteras que el hotel tiene las ventanas verdes y es «for fresh people», los bloques son de ladrillo rojo, sufrido y proleta. Aquí, una familia amiga me guardaba el pasaporte por si tenía que relacionarme con este país como tantos otros: por piernas. Si uno cree que Madrid es El País o La Razón „apenas hay diferencia„ se perderá lo mejor: la buena gente.

Por lo demás, Madrid se ha vuelto, en efecto, monstruosa, descomunal, inmanejable para quien no se haya acostumbrado. Debe de haber un par de millones de seres pululando sin papeles o con los papeles en trámite. Todos los acentos eslavos y latinos en el metro; en una plaza cerca de Libreros, canturrean los cubanos su lindo dialecto. Pañuelos musulmanes. Gente, gente, gente: eso son oportunidades. Un beso de tornillo de dieciocho años en Goya: yo también me lo encontré en aquella familia de Canillas que, ya se ve, cubría todos los suministros. El nuevo ayuntamiento flamea, blanco y afiligranado, en el hermoso Palacio de Comunicaciones.

Compartir el artículo

stats