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El beso y la cobra

Hará tres años, cuando el Nobel Mario Vargas Llosa firmó con el Teatro Español la producción de cuatro de sus textos teatrales, una cierta confusión se instaló en los círculos de actores, directores, dramaturgos y también del público aficionado al teatro. Buscaban la explicación a esa prolongada reverencia que el teatro más antiguo de Europa le hacía a un novelista excelso pero a un dramaturgo modesto. Fue entonces cuando, buscando la sonrisa cómplice, dije que para un referente cultural que tenía la derecha, era lógico que intentasen explotarlo al máximo. Opino que con el tiempo, la ideología progresista „esa que hace cuarenta años reconocíamos como de izquierdas„ ha aceptado esa broma como certeza y ha caído en su trampa: la de creer que estamos en posesión de una superioridad cultural que nos permite juzgar lo bueno y lo malo desde un púlpito tan cuestionable como aquel donde los inquisidores extirparon toda heterodoxia.

Remontándome a la segunda mitad del siglo pasado, no niego que la aportación de los creadores considerados de izquierdas haya sido mucho más aglutinadora y enriquecedora para este país que aquella que sucumbió a la propaganda y al ensalzamiento del régimen. Tampoco soy objetivo. Son muchos los factores, personales y sociales, que han modelado mis inquietudes y satisfacciones culturales. Pero a medida que la historia evoluciona, esa manifestación se convierte en déspota, condescendiente, y provoca una reacción que hoy está empezando a dar sus frutos.

Cuando en la noche del domingo 16 de octubre entré en Twitter, me di cuenta que solo había una cosa peor que la presunta superioridad cultural de la izquierda y era la presunta superioridad moral de la izquierda. Mi timeline estaba lleno de personas indignadas porque la mayor parte de una audiencia abstracta había elegido ver OT, El reencuentro y no el documental Astral que estrenaba la nueva temporada de Salvados. Me sobró tiempo para incomodarme ante esos argumentos que prejuzgaban a quienes habían decidido ver un programa que les retrotraía quince años a sus propias vidas y emociones en lugar de concienciarse con los refugiados y la indecencia humanitaria del Mediterráneo. No leí el insulto ni la burla ni el menosprecio de nadie que estuviese viendo OT contra los espectadores de Salvados. Lo contrario, era norma. Las buenas personas, las sensibilizadas con el drama de los refugiados, estaban viendo Astral. El resto era gente común, de criterios básicos, que no solo tenía un gusto pésimo sino que, además, era insolidaria. Tanta superioridad para luego acabar haciendo una interpretación tan básica de los datos.

Ese curioso choque de culturas continuó durante tres domingos hasta la celebración del concierto en el Palau Sant Jordi. Poco tardaron las élites culturales, siempre desde el discurso progresista, en volver a dar lecciones a las clases populares. En lugar de tratar objetivamente un hecho (la calidad del concierto como espectáculo televisivo quedó en entredicho), el discurso progre optó por culpar a dieciséis intérpretes, reflejo de los trece millones de personas que, en este país, siguieron y se ilusionaron con aquel formato, del fin de los programas y la industria musical. Los mismos que critican Gran Hermano porque sus concursantes se hacen famosos sin necesidad de tener ningún talento más allá de su irascible banalidad, son los mismos que cuestionan a los concursantes de OT por ganarse la vida cantando. Curioso. Porque claro, la élite cultural te valora por tus gustos y si vas a un concierto de Melody Gardot les caerás mejor que si vas a uno de Natalia. Y yo, que no tengo criterio y tengo el Worrisome Heart de la una y el Vas a volverme loca de la otra, me avergüenzo ante ese discurso. Reírse de las clases populares y sus gustos, criticarlos con saña, ridiculizarlos con una ironía selecta, solo favorece a la derecha populista. Para no dilatarme en explicaciones, les recomiendo que lean el interesante artículo que firmó Carlos Prieto al respecto, en El Confidencial, titulado «Évole, Bisbal y el suicidio cultural de la izquierda».

He visto los tres documentales de OT, El reencuentro. Y eso no me ha impedido ver Salvados. Y me atrevo a decir que me emocionaron más las declaraciones de Rosa López que las de Pedro Sánchez. Y vi el concierto. En la web de TVE. Y en lugar de volver a leer la misma columna ridiculizando a dieciséis personas porque no nos gusta su música o su manera de cantar „exactamente lo mismo que se escribía hace quince años„ me hubiese gustado leer, en nombre de esa superioridad cultural y moral que profesamos, un análisis comparativo sobre dos momentos televisivos y su significado social: el beso de Iker Casillas a Sara Carbonero en la final del Mundial 2010 y la cobra que Bisbal le hizo a Chenoa en el concierto. Seis años de la historia y los sueños de un país representados en un beso dado y un beso perdido. Leer sobre lo molesto que puede resultar asistir al relato del amor, la ruptura o el reencuentro desde la imposición masculina de la relación. Es Iker quien decide besar a Sara y Bisbal quien decide rechazar el beso de Chenoa; no importa lo que ellas quieran o deseen. No importa porque quien lleva las riendas es el macho alfa, ese que no sabe de ideologías.

Si hay algo que no necesita este país son élites. No las que hemos conocido hasta ahora. Ni económicas, ni culturales, ni morales. Exigimos economía, cultura, moral, ética... pero no élites que las gestionen desde su torre de marfil. Ya sea con dormitorios orientados al este o al oeste.

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