Se tiende a pensar: ¿quién conoce a Huxley, a Salinger, a Leroux, a Stoker, a Turgueniev, a Goncharov, a d´Azeglio, a Trapiello, a Marías, a Prévost, a Cela o a la Pardo Bazán? El mismísimo Balzac resulta desconocido para la gran mayoría de la sociedad. Como Tolstoi, Dostoievski o Goethe. Porque la ignorancia no hace distingos, por muy cumbres de la narrativa que sean. Y se continúa la secuencia lógica: ¿para qué, pues, tanto esfuerzo? ¿De qué les ha valido a estos hierofantes de la literatura estudiar tanto; romperse los cuernos buscando la eufonía sintáctica y el sinónimo adecuado; enervar su existencia para tejer, en el telar del idioma, tapices que reflejen su personalidad, sus inquietudes y sus conclusiones ante la vida? ¿Sirve de algo un trabajo intelectual cuyos frutos no llegan a casi nadie cuando están frescos, y que suelen acabar semiolvidados en librerías de lance o en garitos universitarios? La respuesta, normalmente, no es optimista, con independencia del panorama intelectual contemplado. Las elaboraciones literarias han tenido siempre un corto recorrido público, cosa que produce una espiral de inacción y desánimo en quien se siente inclinado a producirlas; hasta el punto de hacerle renunciar definitivamente a su aportación personal. Pero esto, en el fondo, se debe a un error de perspectiva. Se consideran los autores y sus libros a la luz de la mayoría, de las muchedumbres, de la masa; y ésta, como vimos en Ortega, no va nunca más allá de imponer su vulgaridad en una rebelión estéril y degradante. El auténtico principio activo de la civilización es la minoría sensible a la cultura, el reducido grupo de los que no conciben el progreso como una libertad falaz y demagógica, sino como la profundización en la consciencia de las obligaciones y las responsabilidades individuales a todos los niveles. Aquellos que han sabido rechazar la sensación de marginalidad y han seguido los impulsos de su vocación son los que hoy nos muestran el colorido sublime de las emociones humanas, un completo muestrario que puede hacernos más empáticos, delicados y receptivos; ensancharnos y elevarnos la percepción; hacernos mejores. Desdeñar las letras, por su impopularidad o por mero gregarismo, es avillanarse.