Tomar la fresca ha sido una tradición histórica en los pueblos agrestes. El vecindario reunido en la calle desde el atardecer hasta bien entrada la madrugada, estampa castiza como pocas. Esto permitía ejercitarse en el arte del despelleje, montar cenas de sobaquillo y difundir chascarrillos en una suerte de génesis del colorín. La rara España contradictoria, lavando la ropa en casa pero hábil en tenderla a la vista de todos, usanza poco estética a juicio de mi hermano Abel, a quien enojaba la presencia de enaguas ajenas entre el paisaje vecinal.

El urbanismo capitalista deshumanizó las calles. Hoy las okupan coches, mendigos y trileros. Así que, Cullera, decide blindarlas para promover tomar la fresca. Los vecinos tendrán preferencia sobre los coches, en una suerte de revalorización de añejas costumbres. Todo un logro cívico no exento, a mi parecer, de algunos problemas éticos. Tal situación genera un conflicto de valores, cuanto menos, entre libertad y privacidad. Presten atención a mi testimonio: Desarrollé mi moral en un barrio humilde, de esos en donde el vecindario monta guardia durante interminables horas. En verdad tomar la fresca no es delito ni pecado (la Iglesia no se pronuncia sobre este fenómeno). Con todo, ¿quién traza los límites del derecho a la intimidad? Amigos, sean honestos: el vecindario es por naturaleza alcahueta. De hecho, ¿salen a airearse o quizás a vigilar y controlar? Entiendan, pues, el escepticismo. Mucha perorata égloga, en fin, pero el terrorismo psicológico del vecindario socava nuestra libertad.

Al final, tomar la fresca deviene un registro de movimientos diarios, en donde cada vecino conoce in situ los pasos ajenos. A ver quién «estudia» con un amigo o amiga a sabiendas del cuartel general montado a las puertas de su casa. Recuerdo cuando, ante mi ausencia, la chismosa de turno emitía partes e informaciones a desconocidos: «acaba de marcharse», «no llegará hasta la noche porque blablablá»... Así entenderán que uno prefiera el clima gélido, único aliado de quienes anhelamos intimidad en nuestra existencia. Deberían replantearse aquella idea de blindar a los que toman la fresca. Están dando pábulo a actitudes demasiado frescas.