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Millones de patanes votando mal

Vaya, otra vez unos resultados electorales horripilantes y perturbadores. Llegados a este punto en el que cada cita con las urnas se convierte en una pesadilla, tenemos dos opciones para enfrentarnos al apocalipsis por fascículos que estamos coleccionando.

La primera es asumir que todos los que votan a candidatos que no nos gustan son tontos. Patanes irracionales que se dejan engañar. La burrera censada. Unos gañanes que votan mal, muy mal, terriblemente mal. Y que encima no saben lo que les conviene, los muy lerdos.

Podemos repetirlo hasta quedarnos afónicos, gritar histéricos «¡Populismo, populismo!» durante mucho rato y seguir haciéndonos los sorprendidos cuando gane el próximo cretino de aires fascistoides. Eso siempre resulta muy liberador y nos permite adoptar un atractivo aire de cínicos desencantados de vuelta de todo. Unos Humphrey Bogart de la democracia. Nena, las urnas están malditas, bésame. También podemos tomar cartas en el asunto y elaborar una lista de quiénes tienen derecho a sufragio según lo dignos que nos parezcan o lo bien que os caigan. Quítate, que ya voto yo por ti, que tú no sabes.

Esto puede que nos haga reventar de superioridad moral y clasismo, pero oye, resulta muy reconfortante intelectualmente. Caldo de pollo para nuestra mente excelsa y refinada. Nosotros sí que somos listos, sí que votamos con motivos de peso y coherencia. Nosotros sí que tenemos razón, qué afortunada es esa masa infectada de tenernos como salvadores de sus almas.

La segunda opción no es tan autocomplaciente ni nos proporciona el gustito de creernos mejor que los granjeros de Kansas o los obreros en paro de Michigan. Consiste, fundamentalmente, en intentar comprender por qué miles de personas apuestan por un cretino machista, racista y violento. Qué resortes ha tocado, con qué pulsiones ha conseguido rumbear y por qué sus rivales no lo han conseguido. Algo estarán haciendo mal. Quizás sea hora de bajarse del pedestal de la verdad absoluta y hablar de los miedos y las frustraciones de esos torpes mentales a los que estamos despreciando. Dejar de reducirles a una caricatura grotesca y empezar a abordar los asuntos que les atormentan.

Nos guste o no, Trump ha sabido conectar con un grupo de población que no se sentía representado por las élites hieráticas que se postulaban como alternativa. Líderes fríos, grises, distantes, que les hablan de universos paralelos que nada tienen que ver con su realidad cotidiana. Ese energúmeno ha logrado que se sientan escuchados e identificados. Ha sabido generar empatía. Basada en agitar las bajas pasiones, sí, pero empatía al fin y al cabo. Es más, ha hecho que se crean importantes, que piensen que sus opiniones también cuentan. ¿No es eso acaso lo que todos buscamos en los políticos a los que apoyamos?

Dicho esto, hay algo en el triunfo de Trump que me ha herido de forma personal. El pasado 9 de noviembre fue mi cumpleaños y quedé absolutamente eclipsada por ese energúmeno. En serio, bastante duro es aceptar mi inminente vejez como para encima verme obligada a compartir el protagonismo con la decadencia de los derechos y las libertades. No te lo perdonaré jamás, Donald Trump, jamás.

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