La destradicionalización de las sociedades modernas es un proceso prácticamente consumado sobre el que los sociólogos hace tiempo que llamaron la atención. La modernización consistió en muy buena medida en la suspensión del ascendiente moral de las tradiciones, y en su sustitución por fórmulas que aspiraban a estar racional o científicamente contrastadas.

En nuestro mundo, el pasado, la experiencia y los mayores que la acumulaban cedieron su centralidad social al futuro, la invención y la juventud. Lo acostumbrado o prescrito en las tradiciones no solo dejó de garantizar el acierto, sino que se convirtió en más que probable indicio de error. Da igual si se trata de dietética, política, moral, higiene, creencias, costumbres o prácticas agrarias porque en todos los casos su antigüedad, en vez de justificarlas, las relativiza, cuando no las pone directamente bajo sospecha.

Como lo acostumbrado, solere en latín, es lo que mereció nuestra desconfianza crítica e ilustrada, la insolencia en tanto que atentado a la costumbre se convirtió en el gesto modernizador por antonomasia. La crisis de las tradiciones suponía, pues, la liberación de ese ancestral ascendiente que perpetuaba el poder de lo antiguo.

No es necesario siquiera ponderar los muchos aspectos de la vida en nuestras sociedades para los que la destradicionalización ha supuesto una ganancia de autonomía y capacidad electiva (de empoderamiento, se dice hoy) de los individuos, que se enfrentan a todos los aspectos sustanciales de su existencia sin más restricciones que las que asuman o consientan por sí mismos.

El problema es que, inesperadamente, a la casi completa supresión de las tradiciones le ha seguido una masiva propagación de las adicciones. Por ejemplo, es posible que las dietas tradicionales no cubrieran todas las necesidades y, sin duda, la alimentación ha mejorado en líneas generales, pero lo ha hecho al mismo tiempo que se ha extendido entre nosotros toda clase de patologías adictivas de la alimentación que van desde los trastornos obsesivo compulsivos al sobrepeso infantil. Y otro tanto podría decirse respecto de las restricciones que para la conducta sexual implicaban los usos y costumbres morales, pues la ilimitada libertad e información disponible cursa con una erotización general que fija los sujetos a la forma de placer con mayor potencial adictivo.

Pero no se trata solo de la alimentación o la sexualidad, ni siquiera de adicciones como las drogas y el alcohol o las ludopatías, sino que el conjunto de las actividades caen ahora bajo esa posibilidad, y así hablamos de adicciones al trabajo, al ejercicio, al consumo, a las redes sociales o a las nuevas tecnologías. En todas ellas la forma imperativa del pasado colectivo que daba forma a las tradiciones, ha sido sustituida por la forma no menos sino más imperativa del pasado individual. El adicto, dice el sociólogo Guidens, también «es siervo del pasado, pero porque no puede romper con lo que al principio fueron hábitos de vida libremente escogidos».

Lo inquietante de las adicciones es que son una forma de libre abdicación de la libertad y de la autonomía más personal. Esa inclinación autolesiva hacia el sometimiento que nuestras sociedades refuerzan con su constante oferta de satisfacciones, está en la base de las conversiones pendulares desde la promiscuidad anómica a fundamentalismos rígidamente tradicionalistas. Ahí es, por ejemplo, donde el islamismo radical hace sus levas de sumisos ya previamente formateados por las adicciones occidentales. Por extravagante que parezca, los verdaderos campos de entrenamiento de los terroristas islámicos son nuestras sociedades con su hedonismo generador de perfiles desarraigados y adictivos.

Como advirtió Octavio Paz, «cuando ya no podemos dominar nuestros apetitos, estamos listos para poder ser dominados por el extraño». La huida de adicciones solitarias que profundizan el aislamiento individual moderno, mediante la integración en comunidades densas y severamente ajustadas a tradiciones normativas que exigen sumisión, no es más que una patología reactiva ante nuestra incapacidad para llenar el vacío que dejan las tradiciones.

Para los clásicos, la esclavitud era la incapacidad de tenerse a sí mismo que nos convertía en posesión de otro. La adicción no es más que una forma contemporánea de servidumbre autoinducida, aunque propiciada por una característica enfermedad del deseo. El camino interior que lleva a las adicciones inicia su recorrido muy pronto cuando los individuos no son entrenados en la diferenciación de sus meros deseos de las genuinas necesidades. Quien no pueda diferenciarlos experimentará sus deseos con la fuerza imperativa de las necesidades, y como si de necesidades se tratara se sentirá morir ante la más mínima frustración de sus satisfacciones.

Si esa experiencia de los deseos con la fuerza imperativa de las necesidades tiene carácter ocasional, estamos simplemente ante un capricho. Pero si cobra naturaleza habitual y pone al sujeto en un aprieto para sobreponerse a una satisfacción que le arrastra, entonces estamos ya ante una adicción o una forma anticipatoria suya. Además, y para su desgracia, cuanto más ansiosa es la reiteración de las satisfacciones menos satisfactorias resultan éstas, y mayor es la cuantía y ansiedad con la que se procuran. Se trata de una espiral infernal que precipita autodestructivamente al sujeto.

Seguramente es una constante para los hombres de todos los tiempos. Sin embargo, lo nuevo es, por una parte, que las tradiciones suprimidas incorporaban periodos de privación que hacían experimentar a los sujetos que no todos sus deseos tenían que ser satisfechos de inmediato; y por otra, que nunca antes los individuos habían estado sometidos a un régimen tan intensivo de exacerbación del deseo.

Y no se trata solo de la manipulación publicitaria del deseo, a la que dedicamos recursos tecnológicos ingentes que saturan nuestras sociedades. Es que la viabilidad misma del sistema económico solo se asegura mediante la masiva suscitación de sujetos con la morfología interior del caprichoso habitual, es decir, del consumidor que experimenta como necesidades imperiosas lo que son meros deseos.

Ahí radica la necesidad estructural de las adicciones en un sistema económico que ya no precisa tanto de proletariado productivo como de un neoproletariado consumidor. Por suerte, su liberación requiere de una revolución sencilla aunque ardua e improbable: la cura del deseo que permite diferenciarlo de las necesidades mediante la experiencia „aprendida primero, y libremente asumida después„ de privaciones voluntarias; a saber: enseñar y aprender a estar dispuesto y ser capaz de hacer sacrificios.