Afirman los pesimistas que la lotería es el impuesto de los que no saben matemáticas. Inciden las informaciones estos días sobre en qué ciudades de España ha caído más veces el gordo de Navidad y en cuáles la suerte ha pasado de largo. En Ávila no ha caído nunca el gordo. No se puede tener de todo. Querrán, encima de comer chuletones y yemas, que les salga gratis. Tampoco en Zamora. No se ganó en una hora. La lotería.

La lotería es noticia estos días por el anuncio lacrimógeno. No lo he visto. No tengo ganas de tristerío, pero ya barrunto que será imposible esquivarlo. Me va a tocar. Verlo. Ahora el spot culebrea de cuando en cuando por entre la pantalla, pero en pocos días será omnipresente, lo mismo que las peladillas, el turrón, el cava y los anuncios de perfume. Piensan que nos gusta ir oliendo a choto el resto del año. En estos días te venden lotería en tu empresa y en la peluquería, en el supermercado, por la calle e imagino que también en los puticluses. Nunca se sabe dónde va a estar la suerte. Y es común compartir décimos entre grupos de amigos o familiares. La compramos convencidos de que no va a tocar. Simplemente para que nuestros cercanos no sean millonarios a solas mientras nosotros seguimos no teniendo para caviar a fin de mes.

Yo sería capaz de pagar para no oír a alguien por la tele el día 22 de diciembre diciendo que el dinero le va a servir para tapar agujeros. Cada vez que alguien lo dice me imagino al afortunado poniendo billetazos en lo alto de un hoyo o boquete que no tiene fin. Ni principios. Cuando era chavea, mis padres tenían una carpeta azul de esas de gomillas en la que desde comienzos de noviembre iban metiendo las participaciones del colegio, el trabajo, las cofradías, etc. que ellos mismos o mi hermana y yo íbamos adquiriendo por compromiso o por convencimiento. El día 22 se abría la carpeta y mi padre miraba todo el papelerío por ver si había pedreas, premios, devoluciones. A mí aquellos listones gigantes que daban los periódicos me parecían arcanos, jeroglíficos, algo sólo para adultos iniciados. No recuerdo ningún gran premio, aunque ahora, décadas después, tal vez uno comprende cuál era el premio en realidad: compartir todo aquello.