El populismo convierte la grosería, cuando no el insulto, en el nuevo canon de lo políticamente correcto, en tanto exitoso. Si hace apenas unos años hubiéramos querido ser políticamente incorrectos, habríamos recurrido a ciertos chistes machistas o racistas, varios insultos al resto de opciones políticas y la descalificación de todas y cada una de nuestras instituciones públicas, más gruesa cuanto mayor fuera su relevancia. El paradigma de lo políticamente correcto era una especie de norma de etiqueta para la vida pública y, en particular, las élites políticas, que debían cumplirla a riesgo de merecer cierto reproche público.

En el fondo veíamos la corrección política como una especie de happening oficial, aprobado tácitamente por cierta parte de la ciudadanía, pero esencialmente efímero. También pensábamos que no se correspondía completamente con la realidad, puesto que tanta sofisticación excedía la complejidad social que pretendidamente la justificaba, al resultar demasiado paranoica. En definitiva, nos resistíamos a creer que el mundo fuera tan complejo.

El panorama ha cambiado por completo y, como le ocurrió a Sancho Panza, «las burlas se vuelven veras». La corrección política no sólo ha sido fulminada, sino que se ha convertido en el estándar de cómo-no-hacer-política, en la medida que está fracasando de modo estrepitoso y, lo que es peor, recurrente.

El canon de lo políticamente correcto está marcado ahora por el estilo populista „calificado también, de modo erróneo, como antipolítica o contrapolítica, cuando es política genuina. Una apuesta que no es privativa de la derecha ni de la izquierda, sino que está cronificándose como mainstream performativo en ambas facciones. Negar que el populismo de izquierdas pueda serlo porque la derecha lo practica es mentiroso. Afirmar que, puesto que ambos lo adoptan, son lo mismo, es directamente falso.

Su operatividad comienza a justificarse en si misma, de forma que su adopción por los partidos conservadores justifica replicarla en los progresistas y viceversa, tomando como principal parámetro de enjuiciamiento su efectividad; es decir, acudiendo a criterios fundamentalmente utilitaristas. Su despliegue retroalimenta el momento populista que, según algunos análisis, estaría aconteciendo: como nos encontramos en tal momento, la única opción es ser populista, como si esta decisión resultara completamente inocente para su progresión.

La nueva corrección política sigue marcando distancias con la realidad. Tampoco ahora acabamos de creer que sus normas y estilos trasladen completamente los socialmente dominantes. Todo no es tan simple ni fundamentalmente disyuntivo como se pretende, resulta demasiado bipolar. En definitiva, nos resistimos a creer que el mundo sea ahora tan sencillo.

Con la vieja corrección política, el principal desafío consintió en estrechar la distancia con la sociedad, es decir, trasladar sus mejores valores, en la medida que o carecía de ellos o no los ejercitaba suficientemente. Una tarea en la que debemos reconocer un rotundo fracaso. Ahora, con la nueva corrección política el principal desafío consiste en agrandar esa distancia, esto es, contener sus peores valores y evitar su desbordamiento social, en la medida que se cuenta con ellos de forma todavía inocua. Una tarea en la que no cabe fracaso alguno.

En los dos casos existe una tarea cultural y educativa apenas iniciada, un cambio social que debe servir de vacuna cívica para garantizar, y no para amortizar, los valores fundantes de las sociedades democráticas. Si estamos en un momento populista, la nueva incorrección política debe ser defender los valores esenciales que la modernidad ha aportado a las sociedades democráticas hasta su etapa más tardía: la libertad, la igualdad y la solidaridad en todo ser humano. Lo políticamente incorrecto debe razonar la complejidad social, propugnar el respeto a cada cual „especialmente el ideológico„, afirmar la diversidad, defender la igualdad efectiva, proteger los derechos políticos y las libertades fundamentales y demostrar la utilidad institucional. También debe desterrar cualquier lenguaje belicoso, porque afirma que la política no es la guerra por otros medios, sino su antítesis, su negación definitiva. Sobre todo, debe «excluir las exclusiones», en acertada expresión de Ortega.

Finalmente, la nueva incorrección política debe interpelar a la ciudadanía, a las élites sociales, políticas y, muy especialmente, a las económicas, sobre las que se cierne la sospecha creciente de que mientras el mercado sea libre el resto está de más. Todas ellas son imprescindibles para la pervivencia y el avance del sistema democrático.