Esta pieza y la anterior (América no es un país, es un negocio, Levante-EMV, 04/11/2016) versan sobre la mercantilización de la vida derivada de la conversión en mercancía del trabajo, el medio natural y el dinero; las postreras líneas de la primera entrega remataban con una cita de Karl Polany en la que el pensador húngaro denuncia la imposibilidad de mercadear con el factor trabajo, incluso inutilizarlo, sin lastimar al portador de esa singular mercancía, el ser humano. En cuanto al dinero, los genios de las finanzas conciben imaginativos e intrincados artificios al servicio del celebrado arte de «usar poder adquisitivo para hacer más poder adquisitivo» al margen de la economía productiva que elabora los bienes y servicios reales. Los modernos productos financieros perfeccionan la conversión del dinero en mercancía mediante innovaciones en las técnicas de apostar, alquilar y vender dinero. Las apuestas versan sobre acontecimientos futuros (precios, tasas de interés, índices bursátiles, etcétera) con productos incluso envidando sobre ocurrencias de desgracias a terceros.

Alan Greespan, expresidente de la Reserva Federal de EE UU, afirma en sus memorias lo que todo el mundo sabía: la invasión de Irak fue por el petróleo. No solo por el control de su extracción, también para proteger el dólar „una solapada guerra de divisas„ como principal moneda de reserva, ante la decisión de Irak de aceptar euros por petróleo, con otros países productores dando señales de seguir el ejemplo (esclarecedor el ensayo de William R. Clark, The real reasons for the upcoming war with Iraq). El arma de la deuda extrae poder adquisitivo de los países, a los que el sistema de mercado somete siguiendo una antiquísima receta invocada por un rey en una clásica película de época: «Un recaudador vale por mil soldados». Las prácticas financieras, en fin, propician transferencias de dinero, especialmente dolorosas cuando implican „en sectores humildes„ importantes bocados al poder adquisitivo de las arrugas de toda una vida.

Con la obsolescencia inducida por bandera y el lema «comprar, tirar, comprar» como enfermedad, se exprime el medio natural, mermando las oportunidades de los habitantes de las áreas más excluidas de la Tierra, desgastando las de futuras generaciones en cualquier parte del planeta. Empresas transnacionales acaparan tierras y agua en África y la Amazonía dedicándolas a megaproyectos agroindustriales y desplazando a las comunidades locales. La inmensidad de los océanos ya no esconde por más tiempo los vertidos de nuestra civilización; el continente de basura plástica del Pacífico es un triste estandarte. Se multiplican las cumbres, conferencias y acuerdos sobre el medio ambiente, con resultados tan notables sobre el papel como estériles sobre el terreno. El hielo del Ártico en retroceso; empresas y gobiernos al acecho del petróleo del subsuelo; un petróleo cuyo enloquecido consumo contribuye a su acelerado deshielo.

Hasta aquí, una minúscula muestra de los signos de la mercantilización de la vida. No faltan las voces de desaprobación, aunque también escuchamos negar sin complejos la obscenidad de unos hechos que, dirán, forman parte de la vida, u oímos aceptar la mercantilización capitalista de la existencia en espera, tan solo, de suavizar su impacto. Mientras unos aprueban y otros se lo piensan, el desasosiego, la desesperanza y la discordia se derraman sobre el mundo. La vida queda herida física y emocionalmente. Heridas diluidas, a menudo, bajo el velo del engaño y de la indiferencia, del hábito y de la impotencia. Parafraseando el título de estas piezas con permiso de Jackie (Brad Pitt) „última escena de Killing them softly (Andrew Dominik, 2012)„ podríamos lanzar un tema para la reflexión: «En el mundo no hay países, solo hay negocios».