Desde hace ya algunos años se vive una crisis profunda del sistema político tanto en algunos países occidentales (aumento sustancial de votos de partidos de extrema derecha y xenófobos, Francia y Alemania, o bien la llegada a la Presidencia de Estados Unidos de Donald Trump), como en España (corrupción, manipulación descarada de la información, deterioro de los derechos fundamentales€). El ciudadano tiene una sensación creciente de que las personas que los representan no se preocupan de sus intereses y necesidades, sino que funcionan de manera autónoma al servicio de intereses que frecuentemente no tienen nada que ver con él.

¿Cómo se ha llegado a esta situación? Hay diversas causas, pero una esencial se enraíza en el concepto de representación. Muy brevemente y de manera abrupta el mandato representativo se desarrolla en la época liberal (siglos XVIII y XIX), y en aquel contexto la tercera clase (burguesía), que lleva a cabo un proceso revolucionario contra la monarquía, nobleza e Iglesia, se encontraba representada en el Parlamento por representantes que tenían intereses semejantes a los de los representados. En este contexto, las leyes que se promulgaban resolvían los conflictos económicos y sociales de los burgueses (personas privadas). Es por ello que, como decía E.-J. Sieyès en 1789, los representantes actuaban con libertad, al representar de «forma natural» los intereses de su clase, la burguesía.

Esta situación cambia radicalmente cuando la cuarta clase (proletariado) empieza a participar en la vida política, naciendo como consecuencia de ello los partidos de masas. En este contexto aparecen cuadros, necesarios para el funcionamiento de los partidos, constituyendo sus propias élites políticas y dando origen a un proceso de apertura en el Estado y la sociedad. Sin embargo, esas élites políticas se distancian de los ciudadanos que los han elegido, debido esencialmente a que su participación en la formación de la voluntad política se limita a la mera elección de representantes sobre los que los ciudadanos no pueden ejercer ningún control, una vez elegidos. Es decir, la doctrina de la representación es liberal, pero también no-democrática. Esto lo ha expresado sin ambages E. W. Böckenförde al considerar que la estricta separación entre Estado y sociedad y la unidad estatal es previa a la democracia, por lo que la integración política no se atribuye al Estado democrático. Esto tiene como consecuencia que la influencia e integración de la sociedad civil en el Estado es muy restringida. Debe ponerse de relieve que el mandato representativo está en crisis en todo el mundo occidental, pero en España se agrava debido a una ley electoral en la que no se respeta el principio de un hombre un voto, al tener más relevancia el voto de las regiones más despobladas. Asimismo, los partidos no tienen una estructura ni funcionan democráticamente (la formación de la voluntad política no procede de abajo a arriba), en contra de lo que establece la Constitución en su artículo 6, ni tampoco se respeta el mandato representativo, sino que en la práctica funciona el mandato imperativo, sometiendo a los representantes elegidos a las oligarquías de los partidos (se acaba de demostrar en la crisis del PSOE), en contra de lo establecido en el artículo 67 de la Carta Magna española. En este contexto cada vez más los parlamentos pierden poder, y frecuentemente las decisiones que tienen gran importancia para la calidad de vida de la gran mayoría de los ciudadanos se toman fuera de él.

Ante esta situación de claro déficit democrático en la formación de la voluntad popular, existe un malestar ciudadano en una época, la actual, en la que se percibe la necesidad de un cambio político. Los ciudadanos sienten cada vez más la urgencia de participar cotidianamente en la vida política y aumentar con ello su influencia. Para conseguir esto es menester una vertebración y dinamización de la sociedad civil que permitiría el desarrollo de una democracia participativa, que complementaría y ayudaría a mejorar la representativa. Sin embargo, para poder caminar en esta dirección la información es imprescindible, pues se necesitan ciudadanos bien informados. Sin esa información, el ciudadano no podrá tomar decisiones adecuadas a sus necesidades e intereses. En definitiva, como dijo, en muy diversas ocasiones, T. W. Adorno, «información es poder».

El derecho de acceso a la información juega aquí un papel nuclear, vinculado a la existencia de una opinión pública bien informada sobre lo que ocurre. La participación de esta opinión pública en las decisiones tomadas en el proceso político, es una garantía de su buen funcionamiento y de calidad democrática. Ahora bien, ¿cómo se puede crear esa opinión pública? Es necesario para ello que la información fluya, por una parte, a través de los medios de comunicación, y, por otra, que la suministren los mismos poderes públicos.

Un derecho de acceso a la información, reconocido como derecho fundamental, es un sólido punto de partida para que el ciudadano pueda estar informado y se pongan las bases para el desarrollo de una opinión pública capaz de influir permanentemente en el proceso político y las decisiones posteriores del poder. En este sentido el artículo 20-d de la Constitución española debe ser entendido como derecho a recibir información y a ser informado, no limitándose al derecho del ciudadano a ser informado a través de los medios de comunicación, sino que también incluye el derecho a acceder a la información que poseen los poderes públicos, incluida la Administración. Sin embargo, a pesar de tratarse de un derecho fundamental, el legislador español no lo reconoce como tal, y así la ley estatal de Transparencia de 2013 vincula en su artículo 12 el derecho de acceso a la información con el artículo 105-b de la Constitución. Que el derecho de acceso a la información no haya sido desarrollado como derecho fundamental le hace perder justiciabilidad y, por tanto, eficacia jurídica. No obstante, el Consejo de Transparencia estatal y los creados por leyes de las comunidades autónomas están procurando interpretar en sus resoluciones ese derecho a favor del ciudadano, utilizando el principio de máxima transparencia, o bien, en caso de ponderación con otros bienes jurídicos, acudiendo a la interpretación favorable al derecho de acceso a la información.

Este desarrollo jurídico-constitucional restrictivo del derecho de acceso a la información pone de manifiesto que el legislador estatal pone obstáculos a que el ciudadano pueda informarse adecuadamente y participe en el proceso político. La ley estatal de transparencia y también la promulgada en la Comunitat Valenciana deben interpretarse en esta dirección. Por lo que se refiere a esta última debe recordarse que fue promulgada semanas antes de las elecciones autonómicas de mayo de 2015, con la pretensión por parte del PP de lavarse la cara ante la opinión pública, debido al deterioro democrático creciente por sus políticas en las instituciones de la Comunitat. No obstante, hay partes positivas en la ley valenciana y significó un paso adelante en la garantía de una mayor transparencia y derecho de acceso a la información.

Sin embargo, en mayo de 2015 se produjo un cambio de gobierno y esa ley manifiestamente mejorable no ha sido modificada sustancialmente. Incluso desde la perspectiva del Consejo de Transparencia, la reforma de la ley que directamente le ha afectado ha tenido repercusiones negativas, dado que cada partido con representación en Les Corts nombra a un miembro del Consejo. Eso da una imagen de un órgano que puede ser considerado correa de transmisión de los partidos, lo que desdibuja sus objetivos y la tarea que debe cumplir, recogidos en la ley de 2015 de Transparencia. En efecto, el Consejo se ocupa de garantizar el derecho de acceso a la información de los ciudadanos, además de otras trece funciones más de importancia, recogidas en el artículo 42 de la ley, tales como instar la incoación de expedientes disciplinarios, velar por el cumplimiento de las obligaciones de publicidad activa, informar preceptivamente los proyectos normativos de la Generalitat en las materias de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, etcétera. Es posiblemente el Consejo de Transparencia con más funciones dentro del panorama español, teniendo en cuenta, además, que tanto el estatal como varios de los autonómicos (catalán, andaluz, canario€) disponen de una oficina de apoyo con la que el valenciano no puede ni soñar, además de que sus miembros se dedican en exclusiva a su tarea.

La ley valenciana pergeña un Consejo de Transparencia independiente funcionalmente, pero no desde el punto de vista orgánico. Este fallo esencial de la ley, que podría haber sido subsanado con facilidad (con un coste económico modesto), si hubiese existido voluntad política para ello (la ley de transparencia ha sido reformada en cuatro ocasiones), ha sido aprovechado por el poder político valenciano para debilitar al Consejo de Transparencia y de paso entrar en la ceremonia de la confusión, puesto que existe una Conselleria de Transparencia (por cierto no existe ninguna otra, hasta donde conozco, ni en el panorama español, ni por ejemplo en Gran Bretaña o Alemania), una Dirección General de Transparencia y un Consejo de Transparencia. Con este panorama difícilmente el ciudadano puede saber que el único órgano que puede garantizarle el derecho de acceso a la información, en caso de conflicto con una parte importante de las instituciones valencianas, es el Consejo de Transparencia a través de sus resoluciones, que son tomadas desde criterios jurídico-públicos, y ante las cuales cabe un recurso contencioso-administrativo ante los tribunales ordinarios. Para poder llevar a cabo esta tarea, el Consejo de Transparencia debe ser un órgano independiente y neutral políticamente.

Retomando lo hasta aquí planteado, parece nítido que el Consejo de Transparencia, por sus funciones, es un órgano transversal que podría facilitar la mejora de la calidad democrática, ayudando limitadamente, pero de manera inequívoca, al desarrollo y fortalecimiento de una opinión pública informada, la cual pudiese participar con efectividad en el proceso político tanto en la esfera de la democracia participativa como representativa. Contrariamente, lo que existe en estos momentos es un Consejo de Transparencia que a duras penas puede cumplir sus funciones, y con un futuro bastante negro, mientras el poder político valenciano no modifique su actitud frente al mismo. La cuestión es, ¿por qué esa actitud?