Todavía hay quien recuerda el rostro impertérrito de George W. Bush el 11S en la Booker Elementary School al susurrarle al oído Andy Card, por entonces jefe de gabinete de la Casa Blanca, el avance de la noticia de los atentados en las Torres Gemelas de New York: «America is under attack». Eran las 9:05 de la mañana de ese día en el que todo cambió en el escenario de la politica mundial.

La cara ensimismada de Bush se convirtió de repente en caricatura, como si acabara de sufrir una experiencia de sofronización instantánea, tornándose rígida en un rictus dominado por la mirada errática, perdida en la distancia, mientras pasaba indolentemente las páginas del libro de lengua de la escuela afroamericana de Primaria. Nada que ver con la reacción inmediata de Roosevelt tras el ataque a Pearl Harbour aquel infausto 7 de diciembre de 1941, difundida por todas las radios estadounidenses: «EE UU declara la guerra a Japón».

Del 11/9 al 9/11, día de la victoria de Donald Trump como presidente electo para los próximos cuatro años (como mínimo), todo ha vuelto a cambiar. Hasta el rostro del nuevo presidente salido de las urnas no se parece en nada al de su antecesor republicano de aquel 11S, como si se tratara de la fusión en un síndrome violento gemelo al del extraño caso del doctor Jekill y el señor Hyde, de Stevenson.

Rostro escrutador por excelencia el de Trump, que sigue a tus ojos desde cualquier ángulo escudriñando la estancia de lado a lado y que recuerda al cartel del tío Sam reclamando imperiosamente que nos sumemos a la batalla que está al caer. Autoritario, narcisista, misógino, xenófobo y, lo que es peor, probablemente aislacionista, todo ello materializado en su rispidez gestual, igualmente difícil de soportar. Nos queda por dilucidar a partir de cuándo se tornará su carácter extravagante en la quintaesencia del peor reality show de la parrilla global gracias a su calidad de performer: «You are fired».