Las palabras en muchas ocasiones están cargadas de segundos sentidos y frecuentemente son utilizadas para producir la confusión de sus receptores o, lisa y llanamente, para engañarlos. Son muchos los ejemplos que pueden ponerse, de los que vamos a analizar algunos.

Los nacionalistas independentistas sostienen entre sus argumentos principales que sus comunidades autónomas son naciones, por lo que rechazan la calificación de nacionalidades y regiones que figura en el artículo 2 de la Constitución. La preferencia por considerar que dichas regiones son naciones tiene una razón principal, pues para los ideólogos independentistas las naciones tienen derecho a constituirse como Estados. En la literatura independentista se habla de naciones sin Estado, como una suerte de anomalía, de deficiencia que debe ser subsanada. Así, cuando los independentistas dicen que sus territorios y población integran una nación, lo que realmente quieren decir es que tienen derecho a ser un Estado independiente.

De manera que si alguna región o nacionalidad española consigue que, por la Constitución o por su estatuto de autonomía, se acepte que la suya es una nación, los independentistas habrán dado un paso decisivo para convertirse, de acuerdo con su ideario, en un Estado. Por eso, uno de los empeños fundamentales de hoy y de siempre de los nacionalistas independentistas, de varias regiones españolas, es el de insuflar en los ciudadanos que viven en ellas que las regiones en cuestión no son ni regiones ni nacionalidades, sino que son naciones.

Si preguntamos a cualquiera ciudadano español, sea o no un nacionalista independentista, qué es una nación, no sabrán que decir, o sus respuestas serán irreconducibles a un concepto común. Los nacionalsocialistas de Hitler, por ejemplo, cifraban la nación en la raza, la lengua, la cultura y la historia. Claro está que llevando a cabo una manipulación extraordinaria de esos vectores identitarios. La mayoría de argumentos que utilizaron los nazis, aunque sin la radicalidad de éstos, había sido utilizada en el siglo XIX para crear un Estado alemán donde antes había un conjunto de estados, principados y otras estructuras políticas con razas, variantes lingüísticas, culturas e historias que poco tenían de uniformes. Y en Italia, la fundación del Estado tuvo un origen similar. Primero se sugestionó a los ciudadanos con la existencia de una nación y después, como consecuencia, del derecho a crear un Estado, pues en la ideología romántica del XIX toda nación tenía el derecho a convertirse en un Estado.

El concepto de nación es muy sugestivo, aunque no se sepa muy bien lo que significa, pues lo único tangible es el Estado, es decir, una comunidad política de ciudadanos en un determinado territorio, en que pueden existir diferentes lenguas, culturas y razas. Todos los grandes Estados del mundo integran razas, lenguas, culturas e historias diferentes. Claro está que si los ciudadanos de un determinado territorio son subyugados por gobiernos de otros Estados, aún sin recurrir al concepto romántico de nación, existe el derecho a la secesión. Entre los ejemplos recientes pueden ponerse los casos de Irlanda y de la India, sometidas por Inglaterra durante siglos.

Los independentistas catalanes y vascos son en nuestros días un ejemplo de populismo que ha cautivado a muchos ciudadanos. Se les dice con insistencia que integran una nación, aunque ni por asomo se den los requisitos identitarios que se supone que les distinguen. Pero no es difícil superar esa contradicción entre la realidad y la leyenda, creada mediante la intoxicación de los ciudadanos, llevada a cabo desde la escuela y fomentada por algunos medios de comunicación.

Lo único que resulta cierto es que los gobernantes regionales quieren tener más poder del que tienen. Más autogobierno dicen, cuando debían decir simple y llanamente mayor centralización del poder en los dirigentes de las comunidades autónomas, que lejos de beneficiar a los ciudadanos les perjudicará notablemente.

Los independentistas son contrarios a la descentralización del poder, que caracteriza a nuestro sistema de gobierno democrático. Los españoles optamos en 1978 por un sistema en que el poder se reparte entre numerosas instituciones de distinto rango, liquidando el centralismo del franquismo. Así, ahora, el poder se distribuye entre los ayuntamientos, las comunidades autónomas, el Estado y la Unión Europea. Esta distribución del poder es una garantía para los ciudadanos, pues la concentración del poder es muy peligrosa, como ya dijo un lord inglés: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Pues bien, los independentistas quieren dar un paso atrás en nuestra historia y liquidar la distribución del poder, quieren todo el poder, liquidando una de sus instancias, la del Estado y reduciendo a la nimiedad el poder de los ayuntamientos.

Otra de las nuevas modas de los nacionalistas independentistas, y sus muchos compañeros de viaje, es sostener que una cosa es lo político y otra lo jurídico. Y cuando esto se escucha de boca de un independentista, lo que se quiere decir es que se proponen incumplir la ley, o que ya la han incumplido. En un Estado de Derecho es evidente que existen decisiones y actos que podemos denominar políticos, pero incluso las más libérrimas decisiones políticas que puedan adoptarse deben cumplir la ley. No hay ningún espacio público en las modernas democracias que no exija el cumplimiento de las leyes. Piensen en el nombramiento de un ministro por el presidente del Gobierno, un acto político prístino que, sin embargo, debe someterse a la ley, cumpliendo el designado los requisitos previstos y cumpliéndose los demás requisitos exigidos para la validez y eficacia del nombramiento (publicación del mismo en el BOE y juramento o promesa del cargo ante el jefe del Estado y el notario mayor del reino). Por eso, cuando un independentista dice que un asunto es político y no jurídico, lo que quiere decir, realmente, es que ha incumplido la ley o que pretende incumplirla.

Y al margen de toda sutileza que pueda darse en la utilización de los mitos de la nación, o la contraposición entre lo político y lo jurídico, los independentistas han adoptado la estrategia de ignorar cuáles son sus competencias, invadiendo las competencias del Estado. Pese a despreciar el sistema de distribución de competencia, que es la base de cualquiera sociedad democrática, son muy celosos de sus competencias, supuestamente vulneradas por el Estado, que defienden ante el Tribunal Constitucional. Pero claro, ese tribunal solo es legítimo, imparcial, y limpio, lejos de toda contaminación, cuando dicta sentencias de acuerdo con sus pretensiones. Decid la verdad, no digáis que los tribunales están manipulados por el Gobierno, con la finalidad de perjudicar a los españoles que viven en Cataluña, decid que solo estáis de acuerdo con las resoluciones judiciales que os son favorables.

La repetición de falsedades, falacias o equívocos por los independentistas (aunque no solo por éstos) está resultando muy eficaz y no parece que esté recibiendo una contestación razonada, bien fundada, por los responsables públicos, que probablemente consideren que frente al independentismo no cabe otra cosa que sobrellevarlo con resignación. Nosotros, a la vista está, no somos de esa opinión.