Cuando el poder de verdad se alía con el poder de mentiras, la ciudadanía se queda atónita, sola y más vulnerable que nunca. Todo parece normal, solo cuando hay una muerte, como consecuencia del abuso de poder, se produce un pequeño revuelo informativo, alguna alarma en las noticias para luego quedar en nada. A partir de ahora se harán las cosas mejor, dicen, como si fuera verdad, como si no importara lo anterior.

De nada sirve la definición de servicio público, esa que se nos olvidó hace años cuando esos servicios necesarios para vivir se privatizaron, y se empezó a negociar con ellos. La luz y el agua son imprescindibles, estamos todos de acuerdo, se nos llena la boca premiándolos con el adjetivo de públicos, pero solo lo son si puedes pagarlos. Fin del sueño. Es cuando muere una anciana por no tener electricidad y el ministro de turno (¿de verdad los cambian?) sale a la palestra explicando lo absurdo. Todo porque no hay ministros que se mueran de frío o de sed, los que mueren siempre son otros, abrasados por una vela, barata pero mortal.

Nos atontan con recibos que ni siquiera entendemos, y cortan el cable rojo sin que les importe nada lo que hay al final de ese cable. Los intereses de la empresa siempre están por encima de todo. Es cuando los deberes son más importantes que los derechos.

Mientras, el poder de mentiras fabrica leyes para proteger al poder de verdad, persigue las energías renovables porque suponen una amenaza para los beneficios, para la riqueza, para los balances. El poder de verdad se lo agradece ofreciéndole puertas giratorias que hacen de puente para unir esos dos poderes, sin tapujos y de forma vergonzosa,

España era pionera en energías renovables, parecía obvio con nuestro sol y nuestro clima, y ahora ha quedado muy atrás por todas las leyes amañadas que ponen palos en las ruedas del progreso. Es decir, la pobreza energética crece y el uso de energías renovables decrece, una fórmula envenenada que conduce a las carencias y a la muerte.

Pero no nos engañemos, no tiene por qué ser así. La ciudadanía tiene la fuerza infinita del consumidor, y de ser muchos y muchas. Si simplemente le dan al interruptor y apagan la luz, clic, los dos poderes se quedarán a oscuras.