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Casas que hacen ¡pum!

Es que te tienes que reír. Por una cuestión de higiene mental. De pura supervivencia. Resulta que los señores constructores que hace unos años llenaron nuestras arterias de cemento y primeras calidades dicen ahora que lo mismo toca demoler una parte de las viviendas que no se están vendiendo. Al menos así lo explicó días atrás el presidente de la Asociación de Promotores Constructores de España (APCE), Juan Antonio Gómez-Pintado. Les estorban los restos de la burbuja inmobiliaria, pobrecitos.

Pues nada, nos lanzamos otra vez al ciclo de construcción y destrucción y construcción y destrucción hasta que nos estalle la cabeza de asco y vergüenza. ¡Pum! ¡Cien pisos por los aires! Tenemos a un buen puñado de humanos sin hogar y un montón de hogares vacíos esperando a llenarse de mantas, tazas y estanterías, pero nada, lo que los señores promotores quieran. Reventamos algunas casas y aquí paz y después gloria.

Claro, la alternativa sería tener que bajar más los precios y eso, seamos honestos, hace menos ilusión que ponerse a explotar cosas. Yo lo entiendo. ¿A quién no le gustaría coger un martillo y empezar a romper cacharros a diestro y siniestro? Pues ellos quieren hacer lo mismo pero con TNT y palas excavadoras. Piensan a lo grande, se nota que son gente ambiciosa. Qué gusto da cuando el mercado se autorregula tan bien.

Según la APCE, el problema radica en que esas edificaciones no cumplen con las exigencias de los nuevos compradores. Así que, en lugar de adaptarlas a las necesidades actuales o darles otros usos, las hacemos desaparecer y de paso revalorizamos las casitas más modernas que sí pueden venderse bien. Al final en esta vida todo tiene solución menos la muerte.

A ver, es cierto, las viviendas son suyas y pueden hacer con ellas lo que quieran. Pero el simple hecho de que estén sopesando la opción de eliminarlas en lugar de destinarlas a familias desahuciadas o sin recursos, jovenzuelos precarios o actividades sociales ya da buena muestra de lo claritas que tienen las prioridades. ¡Pum! ¡Ochentaicinco casas más que se despiden de este mundo cruel! Todo sea por reactivar ese sector inmobiliario que tantas alegrías nos ha dado. Si me dijeras que son edificios a medio construir, cimientos abandonados, pues bueno, se puede entender. Pero no, hablamos de viviendas ya terminadas. Con sus puertas, sus ventanas, sus rodapiés y sus bidets de uso nunca resuelto. Casas sin gente y gente sin casas, cualquier otra consideración -por ejemplo, sus márgenes de beneficios- es escupir a la condición humana. Vamos, es que me pongo a expropiar y me quedo más a gusto que un arbusto.

En fin, seguro que todos esos constructores tan aficionados a la dinamita participarán estas Navidades en alguna rifa benéfica o se comprarán una bufanda en el mercadillo solidario que monten en su barrio. Tan filántropos, tan desprendidos. ¡Pum! ¡Cincuenta pisos que ya no existen! Polvo, tierra, nada. Resultaría muy hermoso que los escombros de esos edificios se utilizaran para poner en pie uno cuantos auditorios con sobrecostes millonarios o una docena de rotondas bien pintonas. Así, de paso, le darían también un empujón al sector urbanístico, que llevamos ya mucho tiempo sin inaugurar nada. Sería como un ejercicio de justicia poética, pero al revés.

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