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Matías Vallés

Romper con la imagen del rey

Las inevitables dos Españas dividen a quienes se limitan a escandalizar y a quienes siempre están dispuestos a sentirse escandalizados. Romper una foto del rey no es una propuesta original que justifique a un partido político, hubiera sido más estrepitoso despedazar una imagen de Cristiano Ronaldo. También es peligroso dejar la imagen del jefe del Estado en manos de las CUP, según pretenden quienes se sienten excesivamente agraviados por los independentistas. Los diputados rompedores fueron votados, no precisamente por sus habilidades papirofléxicas pero a diferencia de otros protagonistas de esta historia. Si se exceden en la representación de sus electores, perderán el escaño. No se me ocurre un castigo más refinado.

Millones de españoles no quemarían una imagen del rey. Para que este gesto de respeto alcance un valor, es imprescindible que no sea obligatorio. La estampa serena del jefe de Estado es el antídoto contra la rotura de su foto. La sobreactuación de los escandalizables es el mejor altavoz de las CUP y contrasta con sus manifiestos sobre la presunción de inocencia de los corruptos. Sus alaridos no consiguen acallar la mayor afrenta que ha sufrido Felipe VI durante su reinado, la negativa de Rajoy a acatar el encargo de exponer un programa de Gobierno ante el Congreso. Fue un bofetón de rango constitucional.

El odio no enseña nada a sus practicantes, pero hasta del odio pueden aprender sus víctimas. Para no romper la imagen del rey, es necesario romper con la imagen del rey, porque nadie quema la foto del presidente de Suiza. La tentación de detener a titiriteros de las CUP suena contraproducente, en un país reacio a adoptar la mínima medida preventiva contra banqueros que han causado un daño de decenas de miles de millones de euros. La trayectoria de Felipe VI no merece insultos destemplados, pero tampoco una sobreprotección de la que no disponen ni emperadores como Obama. Se empieza por garantizarse un silencio ensordecedor y se acaba matando a un elefante. El jefe de Estado tiene la enorme fortuna de poderse ganar el respeto en persona a diario, como cualquier trabajador.

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