Semana agridulce para Mariano Rajoy. El informe del FMI afirma que la recuperación española es «impresionante» y que deben continuar las reformas —incluída la laboral— que han generado empleo. Pero por otra parte, la aprobación del techo de gasto y del objetivo de déficit para el 2017, que han tenido el apoyo del PSOE y —dato nuevo— del PNV, se ha visto ensombrecida por la votación por el Congreso de una moción del PSOE instando a abolir la reforma laboral. Y Ciudadanos —que está de mal humor— no votó con el Gobierno, se abstuvo.

Y hay problemas serios en la operación Diálogo con Cataluña. En una reciente conferencia en Barcelona, en el Círculo de Economía, el presidente de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, dijo que no creía mucho en las líneas rojas, sino en usar los teléfonos rojos (mensaje conciliador). Pero advirtió de que el peligro era que los moderados de ambos bandos quedaran rehenes de los que pretenden atizar el conflicto.

¿Está pasando lo que temía Núñez Feijóo? El martes, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría dijo que quizás el PP se equivocó al recoger firmas contra el Estatut y al no haberse esforzado más en adoptar una posición común con el PSOE. Fue un gesto relevante, pero en pocas horas la FAES —la antigua fundación del PP, ahora de José María Aznar— criticó a la vicepresidenta y tachó de propia de «un partido acomplejado» el cambio de actitud del PP sobre Cataluña, cuya principal concreción —declaraciones aparte— ha sido la entronización del moderado Enric Millo, un dirigente autonómico del PPC que hace años fue portavoz adjunto de CiU, como delegado del Gobierno en Cataluña.

Quedó claro que la música de la nueva política del PP no le gusta a Aznar, que no tiene poder para doblegar a Rajoy. Pero el ataque a Soraya actuará como un freno a un cambio de política que ya llega demasiado tarde y va demasiado lento. Porque en el otro lado ya han hecho del referéndum —legal o ilegal— un dogma y la coalición independentista Junts pel Sí, en la que conviven —mal— la antigua CDC y ERC, tiene muy difícil —aunque quisiera— paralizar su hoja de ruta porque decepcionaría a una parte sustancial de su electorado. Y eso no lo va a cambiar la anulación cautelar del Constitucional del miércoles de la declaración del Parlament catalán sobre el referéndum.

Además, para mantenerse en el poder, Junts pel Sí —le faltan 6 diputados para la mayoría absoluta— necesita a las asamblearias CUP, que quieren acelerar el choque de trenes. Sostienen que el referéndum se debería adelantar si la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, es sancionada por el Constitucional. Y para subir la tensión exigen la dimisión del conseller de Interior, Jordi Jané, por no haber ordenado a los Mossos que desobedecieran la orden de la Audiencia Nacional de detener a cinco cupaires que habían quemado fotos del rey y se negaban a declarar.

Las CUP quieren radicalizar a Junts pel Sí que, pese a haber respaldado a Jané, no puede hacerles caso omiso porque, si pierde su apoyo, tiene que ir a otras elecciones (las últimas fueron en septiembre del 2015) con riesgo de perderlas. Y el actual presidente, el convergente Carles Puigdemont, no tiene ni ganas ni autoridad para imponer un cambio de guion. Algunos en la antigua CDC saben que se han equivocado y que corren serios riesgos, pero creen que las cartas están echadas: o ganan o pierden.

Un cierto choque de trenes parece hoy por hoy casi inevitable. Lo necesario es tacto, fineza, para que sea de la más baja intensidad posible y no haga imposible una posterior solución. Pero los que atizan el conflicto —la FAES de Aznar y las CUP— quieren reducir el margen de los moderados. Y la inercia de los años de conflicto juega a su favor. Esta semana lo hemos comprobado.

Cuando prevalece la incertidumbre

La semana pasada, Mario Draghi quiso tranquilizar a Europa al prometer que las compras masivas de bonos —para consolidar la recuperación con tipos de interés bajos— durarían todo el 2017, un año complicado para Europa —elecciones en Holanda, Francia, Alemania y, posiblemente, Gran Bretaña e Italia. Esta semana, Janet Yellen, presienta de la Reserva Federal, subió los tipos de interés americanos por segunda vez en un decenio (la primera fue hace un año) y dijo que podía haber otras tres subidas en el 2017. Se sabía que EE UU subiría tipos porque el paro está ya en el 4,6 % y la inflación en el 1,7 %, cerca del objetivo del 2 %. Pero la inyección fiscal a lo Reagan (menos impuestos mas inversión pública) que predica Trump (y que se parece algo a lo que pedían economistas de izquierdas) acelerará esta tendencia. Y seguramente por la inconcreción de los planes de Trump y por el fantasma del proteccionismo, Yellen añadió —como Draghi pero más cauta— que hay «una nube de incertidumbre».

¿Pueden durante mucho tiempo convivir los tipos de interés americanos al alza con otros europeos ultrabajos? El dólar ya se aprecia mientras el euro se deprecia con fuerza. ¿Hasta dónde irá Trump con su proteccionismo-populismo que eriza a grandes multinacionales con fábricas en todo el mundo? Y hay más incertidumbres. Un gran economista, que ha tenido cargos relevantes en instituciones internacionales, me decía esta semana en Madrid que tenía miedo a Trump. No sólo económico, sino porque es imprevisible. ¿Hablar con Taiwan es ir a la política de las dos Chinas, retroceder a la política americana de antes de Nixon-Kissinger? ¿Cuál será la reacción de Pekín?

El hasta ahora presidente de Exxon-Mobil, Rex Tillerson, es un empresario de éxito que dirige desde hace años la primera petrolera del mundo pero no es seguro que eso cualifique para dirigir como secretario de Estado la compleja diplomacia de Estados Unidos, cuyo objetivo no es maximizar el beneficio, sino garantizar el orden y la seguridad. Además, con muchas operaciones en la Rusia de Putin, Tillerson fue contrario a las sanciones cuando la invasión de Crimea. Al final, Mitt Romney —el candidato republicano del 2012 y la esperanza de los moderados para la Secretaría de Estado— ha sucumbido a los ataques de los hooligans de Trump. Y su gobierno está casi exclusivamente formado por grandes empresarios, gente de Wall Street, generales con fama de expeditivos y personajes de extrema derecha. El economista que les citaba se preguntaba si EE UU —garante del orden mundial y europeo desde 1945— se podía convertir en agente perturbador. Las consecuencias negativas irían entonces mucho más allá de la economía.