Tenemos más gente dedicada a racionalizar los horarios laborales que a crear empleo. Ajustar la jornada laboral en un país en el que lo normal es que uno pase ciertos periodos de su vida en el paro. Salir antes de las seis en una España que vive del turismo y la hostelería con épocas en las que el sol no se pone hasta casi las diez de la noche, que es de verdad cuando los camareros comienzan a hacer caja. Salir a las seis en una España en la que el funcionariado, los empleados públicos de todo tipo, representan un cuerpo laboral amplio que termina a las tres. Estamos completamente a favor de terminar de trabajar pronto, de la conciliación familiar (¿de verdad todo el mundo quiere ver más a su familia?) e incluso de que un día que otro nos toque bañar al pequeño. Estamos a favor del teletrabajo y aborrecemos el presentismo, pero la primera racionalización de horarios habría de ser un estudio serio del mercado laboral español y también que ciertos altos funcionarios y políticos españoles y europeos palparan la calle de verdad. O sea, que no quieran que cenemos a las ocho y estemos a las diez en la cama. A ver si de Europa sólo vamos a copiar lo malo. Si racionalizar los horarios es ser tan triste como para (todos los días) ingerir (eso no es comer) un sandwich en veinte minutos como almuerzo, me temo que la racionalidad pueden meterla entre dos rebanadas de mollete, añadirle patatas y comérsela lejos de uno.

No descarte el lector, sin embargo, que no tengamos ni idea de todo esto de lo que estamos escribiendo, dado que el que suscribe tiene la lente deformada por pertenecer a un sector, la prensa, que se maneja con unos horarios que un cruel tratante de esclavos de la Alabama del XVIII calificaría de ligeramente excesivos. En el año 2005 conocí a un redactor de un periódico que llegó a su casa un día para cenar a las nueve. Se aburrió tanto por la poca costumbre de estar tan pronto en el hogar, entró en tal estado de excitación, que esa noche escribió de un tirón una novela titulada El insomne. No podía dormir por no creerse que había acabado tan pronto. Al día siguiente estaba tan agotado que ralentizó su trabajo mucho. Llegó a su morada a las doce de la noche. Comió algo y se metió derrengado en la cama. Durmió feliz. Al día siguiente, pleno de facultades, escribió un lúcido y premonitorio trabajo periodístico sobre la urgencia de racionalizar los horarios laborales. Acabó tarde.

Ficciones aparte, la clave está en los convenios, en que se negocien bien y en que se entienda que lo importante es producir, no estar más horas. Eso en un país en el que los culos de hierro, calienta asientos, especialistas en no irse hasta que el jefe no se vaya y estudiosos de la racionalidad laboral son los que tienen un gran futuro. Después de haber tenido un gran pasado y gozar de un magnífico presente. Que se lo digan a los que se levantan a las seis de la mañana.