Se acabó 2016 y empieza 2017. Entre mis lecturas navideñas, la obra de Cloudsley-Thompson «El hombre y la biología de zonas áridas» incluye valiosos capítulos sobre adaptaciones de animales y plantas, un tema apasionante y muy edificante. Sin duda, el más conocido y no sin motivos, es el camello. Su resistencia es digna de elogio, pudiendo transportar 270 kilos a razón de 50 kilómetros por día. Suficiente para transportar el oro, incienso y mirra hasta Belén, aunque el camello bactriano, el de dos gibas, puede acarrear hasta 450 kilos. Su velocidad dobla la de otros animales de carga, adecuada para que los Magos atravesaran el desierto de Rub Al Khali, en la península arábiga, aunque no tanto para recorrer todo el planeta repartiendo ilusión. Destaca su giba. No, no es un almacén de agua. La grasa, al oxidarse, deriva en agua metabólica, pero ese oxígeno obliga a una pérdida de agua a través de los pulmones. El balance no compensa. Se trata de una reserva de alimentos, liberando al resto del cuerpo de dicha función, por lo que se puede dedicar a refrigerar. Su arsenal es amplio y variado: heces ultrasecas, producción lenta de orina, reutilización de la urea para la síntesis microbiana de proteínas, reduciendo el agua eliminada y empleando a fondo la comida; pelo duro del dorso contra el calor y la radiación solar; fluctuación mayor de temperatura lo que limita la pérdida de agua; mayor resistencia a la deshidratación; la fisiología de su sangre le permite beber más de 100 litros de agua en poco tiempo; la deshidratación no afecta a la viscosidad de la sangre; mayor superficie de apoyo para no hundirse en la arena; ojos protegidos por largas pestañas o capacidad de cierre de las ventanas nasales. Se entiende que ayudan a que ningún niño se quede sin regalo.